domingo, 12 de febrero de 2012

El pozo (II)

La casa donde Jakie Stickm Oltbona vivía sola desde que enviudara, apenas un año antes, se encontraba justo en la confluencia de las calles Knoperky y Wild Whore Well, precisamente delante de donde se abría el pozo. Y fue justamente Jackie quien descubrió lo sucedido a Henry Camel Assort. Fue, sin embargo, bien entrada la mañana del día siguiente.
            Era domingo y el funeral del viejo Joe T. Sackow se había alargado hasta muy tarde, así que nadie tenía prisa por levantarse y mucho menos salir a la calle. Solo el hambre, que acuciaba casi constantemente a Jackie, hizo que se despertara y, tras comprobar decepcionada que la nevera estaba completamente vacía, exceptuando un resto de ensalada de dos días atrás que no tenía demasiada buena pinta, decidió salir en busca de algo más apetecible.
            Henry Camel Assort, mientras tanto, estaba cantando en el fondo del pozo. Había pasado la noche en vela maldiciendo su mala suerte, muerto de frío y dolorido por los golpes de la caída, aunque agradeciendo también que no hubiera sido peor, porque al fin y al cabo no se había roto nada, y estaba vivo.
            Estos sentimientos contradictorios fueron precisamente el detonante del cambio espectacular que sufrió Henry esa noche. Hasta ese momento nunca se había planteado la naturaleza paradójica de la realidad y de su propia existencia (una falta de reflexión inexplicable, sí, pero no desprovista de numerosísimos ejemplos anteriores entre otros individuos pertenecientes a la especie), pero ahora, de la noche a la mañana, y nunca mejor dicho, se convirtió en todo un filósofo.
            Comenzó por la evidencia. “Solo sé que no me he roto nada”, se dijo, y desechó por tanto una incipiente Crítica de la desgracia pura, que se quedó en los prolegómenos. Pasaban las horas, si embargo, y Henry no lograba pasar de esa primera constatación; pero el tiempo, en este caso, resultó ser un aliado inestimable pues, ya al despuntar el alba, su cerebro, como el mundo, comenzó a iluminarse lentamente pero con firmeza. Al poco, Henry ya se atrevió a pronunciar, mascando las palabras, saboreando sus sílabas, una sentencia que juzgó incontestable: “Tengo hambre, luego existo”.
            Tal vez se trataba de un pequeño paso para la filosofía, pero uno inmenso para Henry. Su cabeza hervía con una enormidad de ideas sobre todos los ámbitos, desde la existencia de las cosas que no tienen hambre hasta la percepción fantasmagórica y sesgada de la realidad que pueden llegar a apreciar los individuos-provistos-de-capacidad-intelectual-entre-cuyas-experiencias-no-se-cuenta-la-de-haberse-caído-sin-romperse-nada, a quienes, para abreviar, llamó ilesos a priori. Tenía que poner orden, de todas formas, en todo ese desbarajuste de especulaciones y pasar de la teoría a la acción, así que pronto llegó a la formulación de un imperativo categórico, “obra solo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una forma de salir de este agujero”, y se puso a trabajar en ello.
            Comenzó a gritar desde el fondo del pozo a eso de las nueve de la mañana. Para evitar el desánimo, ideó un método ciertamente ingenioso: con cada grito iba ascendiendo de tono, hasta lo que permitía su tesitura de barítono, y desde allí descendía para volver a empezar una vez alcanzada la nota más grave que era capaz de emitir. Pronto le pareció una fórmula excesivamente sencilla y tediosa, y así, en lugar de las lacónicas exclamaciones que había estado gritando hasta el momento (¡Eh!, ¡Socorro!, ¡Ayuda!, ¡Aquí!), comenzó a construir peticiones de auxilio un poco más elaboradas: “¡Por favor, soy Henry, estoy aquí en el pozo!”, “¡Que alguien me ayude, me he caído en el pozo y no puedo salir!”, y cosas de este tipo, con las que podía cantar toda una escala, incluso transportarla a otra tonalidad, y hasta hacer trinos.
            Supo entonces que se había convertido en el primer espectador, a la vez que creador, intérprete y crítico especializado, de un nuevo género musical al que se le ocurrió llamar la música de las esperas. Acuciado entonces por la exigencia de crear no solo el género sino de crear un modelo clásico, definitivo, a los posibles imitadores de las generaciones futuras, empezó a trabajar en las letras, que le venían a la mente con una facilidad pasmosa:

Este que veis aquí precipitado
estuvo un día sobre el suelo erguido.
Ahora pienso que todo lo vivido
no fue real, y que lo habré soñado.

            Henry Camel Assort, convertido de súbito en filósofo, músico y poeta, no tenía más que aguardar el merecido fruto de sus esfuerzos. ¿O iba a quedarse allí para siempre? Ni pensarlo. Todo esto tiene que tener algún sentido o entonces debe ser cierto que el ser es la nada por otros medios.
            Y fue justo en medio de estas reflexiones que Jakie Stickm Oltbona, que acababa de salir de casa, pasó junto al pozo y oyó la voz que surgía de su interior.
(continuará...)

2 comentarios:

Blancaneus dijo...

Espero que no haya acabado la historia, pues la perpectiva de ser salvado por Jakie ("que està molt bona")puede añadir a las etiquetas de filósofo, músico y poeta que penden sobre Henry, alguna más...

Ramón Sanz dijo...

No, claro, la historia no ha acabado pero, además, no estoy seguro de que Henry quiera (o le convenga) ser salvado por Jakie...