viernes, 31 de octubre de 2014

Letras disímiles: aviso

Sé que empezar explicando una metáfora va del todo contra el buen gusto, y más si la metáfora es tan obvia. Evidenciar las propias carencias, en cambio, tiene tradición. Si declaro que no me faltan las ideas pero sí las formas, tal vez esté fabricando una disculpa un tanto altanera; sin embargo, una vez tolerada esa frívola jactancia, ya puedo consentirme también seguir con la glosa de la metáfora.
         Letras disímiles. No hay una igual a la de otro. Sé que resulta raro afirmarlo en plena era digital pero precisamente las nuevas tecnologías han acentuado las diferencias —como en general nuestro tiempo ha agrandado las distancias entre todos nosotros. Casi a diario nos vemos obligados a escribir alguna cosa a mano, a pesar de que hemos perdido la costumbre de adiestrar la buena letra y la ortografía. Una pequeña nota cotidiana, un nombre, una idea volátil que atamos de forma apresurada en cualquier trozo de papel o en la mano con la que no escribimos. Lo más asombrosamente disímil no está, de todos modos, en que cada uno tenga su propia letra, porque todos somos diferentes. De aquí a caer en la superstición de la grafología solo hay un paso... el primero después del borde de un precipicio. Además, no quiero hacer una exaltación de la diversidad —¡los tópicos y las tipologías humanas son tan útiles!— y tampoco creo en la igualdad, esa invención burguesa para aprovecharse de los desposeídos. Mi metáfora en realidad va por otro lado, menos ecuménico, más íntimo.
         Las cosas que nos suceden o que percibimos y sobre todo las personas que conocemos o con quienes nos cruzamos, dejan un trazo desigual en nuestra memoria. Es como si cada una de ellas escribiese en nuestra mente su propio fragmento. Pedazos —la memoria está hecha de ellos— de letras disímiles. A veces se trata de caracteres bien cuidados, elegantes, que llenan largos párrafos, otras son un garabato que solo entendemos nosotros, otras una simple abreviatura, otras un borrón repugnante que se niega siempre a desaparecer del todo porque exigió demasiada tinta.
         Todos somos conscientes de ello: alguien con quien apenas compartimos un día, unas horas, unos minutos, o a quien solo vimos de lejos, como Dante a Beatriz, deja unas líneas imborrables. En cambio, hemos olvidado por completo a muchos, en mi caso a la mayoría, de nuestros compañeros del instituto y de la facultad, a los profesores, a casi todos nuestros vecinos, si es que llegamos a advertir que existían, y a veces —la memoria es piadosa— a algunos de nuestros amores y de nuestros familiares.
         De eso quiero hablar, de esas letras disímiles trazadas, o trazándose, en mi memoria. Como disidente de tantas patrias ridículas y seguro detractor y fugitivo de las que me acojan en el futuro, los nombres no tienen demasiada importancia, pero imitaré el ejemplo de alguien cuya mano aún no se alzado de la página que escribe en mi memoria y cambiaré algunos. O haré lo que me plazca.

Andrei Distrievich

viernes, 10 de octubre de 2014

Diario de un seductor desconcertado, XIV: Ana siempre dice no


Abril de 2014

Tres días. He tardado tres días en tomar la decisión y disponerlo todo. Me pregunto cuánto le habrá costado a ella descubrirlo. ¿Alguna indiscreción mía? ¿Hablé tal vez demasiado? Ya no importa, de todos modos. La verdad, no me gustó cómo desapareció esa mujer. Debí sospechar que planeaba una venganza. Pero Ana me hizo confiado, incluso ingenuo. Hasta la había olvidado por completo hasta que oí su voz de bruja enloquecida por teléfono.
[...]
         Cuando supe que Ana Red era mi propia hija, mía y de aquel primer amor del instituto, entendí que [...]. La vida sugiere y la muerte presta la ocasión. A veces el orden de los acontecimientos invierte los términos, y la vida parece completamente una premonición de la muerte, como si no hubiésemos existido más que para ese acto final. En algún momento, merecemos el escepticismo, cierto grado de indiferencia y una interrupción voluntaria de toda esta inercia. Las existencias cimentadas en las expectativas, la fe y la felicidad acaban de la misma forma pero disfrutan del beneficio de la inconsciencia.
         Cuántas veces, lo confieso, he pensado en el gemido de plenitud que envuelve el planeta en su incesante éxtasis amoroso. Es una reflexión que me conmueve, porque revela una piedad infinita concedida al género humano, y que me hace sentir como si hubiese sido expulsado nuevamente del paraíso.
         Pienso, para consolarme, que mis errores han sido fruto de frustraciones antiguas y me gusta escarbar en mi memoria hasta encontrar la primera inocencia, una ternura que me anime. La única escena ni siquiera incluye a una persona. Curiosamente, no pertenece al pasado. Abro uno de los cajones de mi escritorio y la extraigo. Me impresiona su peso. Está cargada. Abro el cargador y compruebo que está lleno. La acaricio. La seducción incluso para morir. Pero el amor también es un acto ególatra y mezquino.
         La necesidad de explicar una naturaleza atroz y ensimismada. La necesidad de terminar con un acto que sea también atroz y ensimismado.

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         [Estas son las últimas líneas del Diario del «seductor desconcertado» −consiéntaseme que siga sin revelar su nombre por razón de los estrechos lazos que me unieron a él−, que he reproducido con la mayor fidelidad posible, como ya anuncié, considerando las precarias condiciones de legibilidad en que se encuentra el original. Cuando conseguí transcribir todo lo que aparece aquí finalmente publicado, me detuvieron, sin embargo, algunos reparos, una comprensible prudencia que explican la demora de su publicación. Sí, se trataba indudablemente de un suicidio, y el caso quedó cerrado con celeridad. Pero no quedaban del todo claros los motivos, porque costaba dar crédito a lo que se decía en el Diario. Para quienes lo conocían bien, y tenían suficiente aval para su convicción los largos años de haberlo tratado, todo aquello no podía ser más que una fantasía suya, simple literatura que nadie se veía en condiciones de juzgar. En cambio, el hecho de que acabase con un designio auténtico de suicidio desconcertaba a todo el mundo.
         No se encontró material comprometedor por ninguna parte. Tampoco había copias de las cartas de extorsión, o sus eventuales respuestas, ni llamadas de mujeres casadas ni de ninguna mujer ni de casi nadie. Había fotos, sí, pero desde luego no constituían una prueba de seducción exactamente. Se trataba de imágenes de diversas mujeres captadas a distancia, instantáneas furtivas, torpemente manipuladas a veces para hacerlas encajar con la propia estampa del autor −producto de un no menos desmañado selfie−, y que se almacenaban en carpetas con nombres femeninos. Nada obsceno, desde luego. Las mujeres, todas de una edad similar, en torno a la última juventud, salían del supermercado, sostenían una taza de café frente a una amiga, paseaban un perro, o un niño, o dos.
         Muchos consideraron entonces si conocían de verdad al autor de Diario como ellos creían, y algunos lamentaron no haber advertido que su reserva y su melancolía, que se habían acentuado ciertamente en los últimos tiempos, no eran más que una clara muestra de su soledad y, en vista de lo que se acababa de descubrir, probablemente también de una marcada dificultad para relacionarse con el sexo femenino.
         No había lugar, pues, más que para un convencimiento: se trataba de un suicidio por pura orfandad amorosa y la historia narrada en el Diario era completamente falsa. No había matrimonios amenazados ni chantajes, no había hijas lascivas arrastradas por la fatalidad ni por un trastorno filio-parental. Así fue comunicado a sus familiares, que se sintieron profundamente aliviados al saber que no habían criado ni convivido con un monstruo sino que únicamente se trataba de un caso vulgar de un estado depresivo prolongado y extremo.

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         Esta mañana, después de una última visita a su casa para asegurarme de haberlo revisado todo y no dejar ninguna confesión para el olvido, su vecina –una mujer vieja, gorda y con la cabeza minúscula, como una bombilla, que me miraba, más o menos, detrás de unas gafas densas y grasientas− ha salido tras de mí tambaleándose. Agitaba una hoja sucia y arrugada delante de mi cara y me ha contado que vio cómo se le caía Justo antes de que entrara, ¿sabe?, Lo cogí y llamé a la puerta, y es cuando oí ese ruido, Que dicen que se voló los sesos, ¿verdad? Un papel cagao de los mosquitos, ¿ve? Sus motivos tendría, que cada cual lo pasa como se los puede, ¿y qué? Se murió como todos, porque estaba vivo, No sé si es importante, ya no leo, Palgo servirá, Gracias, señor, Con buena picha y buenos huevos bien se jode, Na, que con dinero to se puede. Se aprieta el escote con una mano, en las honduras confusas donde se ha guardado el billete de cincuenta euros que le he dado, y me invita a pasar a su casa. Quiere enseñarme, cuchichea, todas las cosas que la gente va perdiendo por la calle. Estoy de suerte.

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         Le digo que no se preocupe, quién iba a saber que se trataba de un loco, que la próxima vez saldrá mejor, que habrá aprendido la lección, y más le vale, y no irá escribiendo notitas por ahí para que cualquier chiflada las encuentre por la calle y tenga yo que resolverlo.
         Le acerco un paquete de pañuelos para que se seque el hilillo de sangre que le mancha el labio superior. Llora, pero no porque yo le haya pegado. A mí lo que me parece es que le gustaba el tipo, o que necesita un padre de verdad. ¿Quieres que sea yo tu papi? Pero ahora ella se echa a reír y dice No. Ana siempre dice no.]

domingo, 5 de octubre de 2014

Diario de un seductor desconcertado, XIII: Drama sentimental


Abril de 2014

Ahora sabemos que el mundo no existe para nosotros. Pero cuesta pensar que el universo nos ignora, que cada cosa que sucede, que nos sucede, no pretende ni nuestra aprobación ni nuestra condena. La costumbre de considerar la realidad y nuestra conducta como una sucesión de efectos y de causas entrelazados nos anima a situarnos en el centro de ese mecanismo y a creernos con frecuencia creadores en lugar de simples marionetas de un proceso que no entendemos.
         Ese es el origen del error: la busca de un propósito para todo. El problema es que pensamos siempre desde el final, cuando las cosas ya han ocurrido. Si indagamos entonces cuál es la causa primera, tendemos a identificar un acto, una decisión concreta. Para darnos importancia como sujetos, siquiera pacientes, juzgamos que “aquello” fue el principio de “esto”, porque la cordura desaconseja insinuar el destino. Bien mirado, mientras no logremos enunciar una fórmula de predicción del futuro, lo mismo da.
         Pero calcular minuciosamente los posibles resultados de cada uno de nuestros actos anularía nuestra voluntad. El conocimiento del futuro convertiría la vida en algo superfluo, como la ejecución de un experimento cuyos efectos ya han sido probados. Por eso imagino con frecuencia a Dios como un maestro que deja jugar a sus alumnos en un laboratorio y que se aburre eternamente contemplando tanto sus fracasos como sus logros porque sabe que no descubrirán nada nuevo. Solo la ignorancia, pues, nos mantiene vivos. No darnos por vencidos y seguir actuando con la esperanza de que las cosas salgan como esperamos es, por otro lado, un comportamiento del todo insensato.
         Conocí una chica en el último año de instituto. Yo era nuevo allí, tenía un acento extraño en esas tierras y desconocía la reflexión. A ella le gustaban mis maneras extrañas pero desaprobaba mi imprudencia. Acaso fuera completamente al revés. Yo la quise enteramente por un tiempo, tal vez más. Pasamos juntos buena parte del verano. Sabíamos que no habría otro y quisimos divertirnos. Paseamos largamente hasta perder la ciudad de vista, nos emborrachamos, fuimos a conciertos, hicimos el amor, a veces todo ello a la vez, nos despedimos porque ella se iba a estudiar a Madrid y yo –aún no lo sabía− iba a heredar lo suficiente y a obtener la decepción necesaria como para no querer ni tener que hacer nada.
         [...] y al final, es curioso cómo lo que más detestamos de nosotros mismos es lo que mejor nos define, y que evocamos aquello que fuimos sin darnos cuenta de que nunca hemos dejado de serlo, aquello que perdimos sin advertir que o nunca nos perteneció o siempre lo tuvimos al alcance de la mano.
         [...]
         No me quejo, por eso, de la mala suerte ni de las decisiones equivocadas. Lo que sí me atormenta es la inobservancia de mis propios principios, la confusión de estos últimos meses y la ceguedad –hipócrita y sincera a la vez− ante los indicios. Años de escepticismo no me han librado de ese amor que he rechazado –¿o tal vez lo he buscado?− siempre. Contra mi propio diseño de la obra, he acabado siendo autor y protagonista de un drama sentimental. Solo faltaba una música de fondo, un plano extenso del entorno pastoril, un perro en el jardín, ¡niños!, el cómodo albornoz, el fuego acogedor, llegué a pensar. La vida familiar, la satisfactoria insignificancia cotidiana. No habría engaños, no habría decepciones, no habría cartas amenazantes, los besos serían silencios confiados, no saliva envenenada.