martes, 29 de abril de 2014

Ficciones, constituciones, perversiones



Me entero, con una mezcla de asombro y de espanto, de que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) ha citado a Santiago Vidal, magistrado de la Audiencia Provincial de Barcelona, para que declare acerca de su participación en la redacción de una constitución de una futura Cataluña independiente. El magistrado tendrá que explicar si pidió permiso a sus superiores para su participación en el proyecto, aunque Santiago Vidal ya ha manifestado que el texto de esa constitución no responde a la «petición oficial de nadie».
         Entiendo que la actuación del magistrado y su postura pública en relación a las ambiciones independentistas de Cataluña puedan causar cierto escándalo entre algunos sectores. Esas mismas facciones se santiguarían que las leyes y las libertades de las que quieren apropiarse en exclusiva existen, sí, pese a ellos, pero que por mucho que intenten manipularlas en su beneficio se escribieron precisamente contra los de su clase. Pero la necesidad personal de persignarse no puede llevar a una actuación disciplinaria contra ese acto de libertinaje que debe de ser, sin duda, el acto de redactar.
         Porque no nos engañemos, ¿qué pretende enjuiciarse? Seguramente la participación del gobierno de la Generalitat en la supuesta organización de una asamblea constituyente, pero lo cierto es que mientras Cataluña no sea independiente una hipotética constitución no tendría ningún valor jurídico. ¿Tengo que pensar entonces que lo que se evalúa es la intención, el deseo? Si fuera así, el CGPJ está extendiendo sus competencias a la teología. ¿Y si lo que se juzga es el mero acto de redactar? Ahora es una constitución de momento inaplicable, ¿será mañana la ficción de un relato policial?
         Por si acaso, y porque las consecuencias me parecen tan terribles como divertidas, yo también he empezado a redactar una constitución personal. Disculpen los posibles errores fruto la precipitación y tengan en cuenta que aunque solo es un borrador mi deseo y mi intención de declararme independiente es firme:

1. El Estado soy Yo.
2. El territorio de Yo me es indiferente, ocupo muy poco, pero no se amontonen, que no me dejan respirar.
3. Mi lengua es como me dé la gana hablar. Algunos lingüistas han encontrado semejanzas con el estándar viperina mediterránea, así que jódanse.
4. No tengo nada en contra de las confesiones religiosas de los demás, pero háganme el favor de confesarse con su santa madre, que yo ya tengo bastante con lo mío.
5. No me opongo a la inmigración, pero como será difícil que dos cuerpos ocupen el mismo espacio al mismo tiempo, he cerrado las fronteras.
6. Establezco la libre asociación o acoplamiento de Estados con el propio, en cambio, a poder ser no mayores de pongamos treinta años.
7. ¿Quieren que siga?

Ahora, señores del CGPJ, cítenme a declarar, y verán...

Diario de un seductor desconcertado, IX


¿Febrero de 2014?

El otro día, en la sala de espera de la consulta del médico –acudo con regularidad a un especialista desde hace unos meses: un asunto que no reviste gravedad pero que me resulta algo embarazoso explicar− me impacienté, me divertí, me avergoncé y por último inicié una reflexión que aún hoy no me ha llevado a ninguna parte, todo en cuestión de minutos. Entró en la sala, que comunica directamente con la calle, con la sola separación de un breve mostrador detrás del cual atienden dos o tres recepcionistas, una mujer delgada que hablaba un catalán submesetario empujando un cochecito de manera atolondrada. Aún no había acabado de cruzar la puerta y ya había expresado un par de veces su contrariedad ante el calor que hacía en la sala. A mí me cuesta más percibir el calor que el frío, así que no la juzgaré por la sensación de unos grados o unas décimas más o menos. Lo que me exasperaba era su necesidad de pregonar cada uno de sus pensamientos a todo el mundo. En un momento supe –supimos, todos los resignados pacientes− a qué venía, cuándo había sido la última vez, qué había hecho en las horas previas a su llegada al consultorio –«yo es que soy muy callejera», dijo−, la naturaleza de la afección febril que había impedido a su marido acompañarla, y que su pequeño, una criatura de tal vez unos dos años –no soy muy bueno con este tipo de cálculos−, que había empezado a corretear por la sala de espera, no tenía el mismo calor que su madre, que ya iba por la séptima declaración del mismo testimonio. La rueda de prensa se interrumpió momentáneamente cuando le sonó el móvil.
         Pensé que hace unos meses, cuando todavía me interesaban esas cosas

         [Discúlpeme el resignado lector la intromisión en los asuntos que con este singular personaje tuviere y etcétera etcétera, pues no quiero decir más de lo que la necesidad obliga, pero no me queda otro remedio que explicar el motivo de que el Diario que estoy reproduciendo aquí no solo se encuentre próximo a su conclusión sino que el desenlace mismo ya se ha producido, y son precisamente las circunstancias de ese final las que me impiden transcribirlo en su totalidad.
         Ah, pero ya he dicho demasiado. Tanto que el lector, que siempre es más rápido que el escritor, pues ese es un atributo característico de su naturaleza, no necesitaría más explicaciones, si no fuese, como mucho, para despejar el molesto aleteo de una falsa esperanza. Pero no, el lector está en lo cierto, como siempre, además ser de rápido. No tanto, sin embargo, como la bala que nuestro seductor se disparó en la sien la semana pasada, sentado ante su escritorio, en esta misma vieja y cómoda butaca que ahora ocupo yo, intentado descifrar las últimas páginas de su Diario. Y es verdad que no resulta fácil, puesto que quedaron empapadas de su sangre y de parte de su masa encefálica. Y por favor, no lo atribuya nadie a mi imaginación, porque juro que sobre la página que estaba abierto su sangre dibuja una figura que recuerda extraordinariamente a la de un corazón atravesado por una flecha. ¿Verdad que la tragedia a veces no está exenta de ternura?
         Así pues, intento comprender qué dicen estas páginas, desistiendo de por qué, de para qué y muchas veces aun del cómo, porque no resulta fácil ni agradable ir apartando con delicadeza diminutos trocitos de hueso y de materia gris y despegando cuidadosamente las páginas unidas por la hemorragia abrumadora, con cuidado de no arrancar la capa superficial de la siguiente página y perder irremediablemente fragmentos del diario. Pese a las precauciones, las pequeñas mutilaciones son inevitables... Ahí va un recuerdo de la primera cita, perdido para siempre, Por allá la revelación de un primer sentimiento de ¿fragilidad?, pienso cada vez que consigo pasar página. No son los únicos inconvenientes, sin embargo. Los últimos meses del Diario, por lo que voy consiguiendo descifrar, no están fechados y ni siquiera presentan una clara separación de las sucesivas jornadas. La letra se hace cada vez más confusa, como dictada por impulsos contradictorios: el éxtasis y la desesperación, la impaciencia y la desgana, el sosiego y la brutalidad. Su fragmentarismo, en fin, no solo se debe al estado físico del mismo Diario, sino a un estilo progresivamente más caprichoso y desaliñado que prolifera en tachaduras, en espacios en blanco, en correcciones a medias, y a una intención de reserva, pese a sus declaraciones de completa veracidad, de las confidencias más privadas.
         ¿Me creerán ahora si les juro que hago lo que puedo?]

[...] y hubiera sido una víctima fácil, salvados los escrúpulos ante su indiscreta fealdad. Nada más sencillo que seducir a una de esas mujeres que confiesan sus intimidades a la primera de cambio.
         [...]
       Aun a riesgo de exponerme a la reprobación pública, no puedo omitir a capricho, consintiendo en el privilegio de los escrúpulos o en la estéril hipocresía de los remordimientos, ninguna parte de esta historia, cuyo título no podría incluir el pusilánime sintagma, como el de James Hogg, «pecador justificado», porque ni alego nada en mi descargo ni lo necesito. Sé, por otra parte, que todo lo que hasta ahora he escrito no es de una naturaleza tan extraordinaria que requiera un especial empeño de credulidad. Nada hay de insólito en estas páginas. Tampoco me parece que nadie pueda escandalizarse. Cualquiera ha oído murmuraciones mucho más perturbadoras de alguno de sus vecinos. [...] Pero eso sí, no sin dificultades me libraré del desprecio, pues esa es la injusta recompensa del testimonio autobiográfico, o lo que es peor, de la conmiseración, de esa repugnante piedad que tiende a desposeer a su destinatario de voluntad, puesto que la culpa es frecuentemente atribuida a fuerzas mayores como el destino, e incluso de personalidad, porque el infortunado deja de ser sujeto para ser un objeto, paradigma, Edipo, signo, nada.