jueves, 22 de septiembre de 2011

Descaminado, enfermo, peregrino

Mis queridos alumnos del taller de cocina creativa (aunque yo siempre prefiero llamarlos compañeros o contertulios, que le da a la cosa un no sé qué de distinción) nos habían regalado, a mí y a mi mujer, un fin de semana en la costa de Gerona, cerca de Palamós. Concretamente, en un tranquilo alojamiento rural de Calonge, emplazado en la ladera de una colina con vistas al Mediterráneo, llena de ostentosos chalets de los infortunados menesterosos que no tienen otro remedio que retirarse a estas remotas y exclusivas urbanizaciones para ocultar la desdicha de su indigencia.
El objetivo del viaje no era otro, además del puro descanso, que visitar los lugares donde la gran escritora catalana Mercè Rodoreda pasó sus últimos años. Mi mujer, que es una apasionada lectora y que se dedica también profesionalmente a la lengua y la literatura, me guió física e intelectualmente por esos hermosos parajes del macizo de les Gavarres, entre sus bosques de encinas y alcornoques, descubriéndome el encanto de sus onduladas montañas, sus pequeños pueblos de singular arquitectura y los antiquísimos restos prehistóricos que se esconden entre los árboles, como la Cova d'en Daina.
Yo tenía, sin embargo, una motivación adicional. No es que la literatura no me interese, pero la verdad es que me pongo nervioso cuando se sale de los libros, aprovechando los leves intersticios que a veces aparecen entre la realidad y la ficción, y penetra y se instala en el mundo, en inocentes inscripciones sobre la corteza de los árboles primero, luego en pequeños carteles informativos que dan fe de que aquí vivió tal escritor, de que por más allá solía ir a pasear y pensaba en los párrafos que después encontraremos en tal libro... Yo prefiero que los escritores sean más discretos y que cada cosa se quede en su lugar natural, sin esa promiscuidad tan comprometedora. Así es que yo iba, sí, estimulado por un considerable interés hacia la famosa escritora, pero también porque, recordé en cuanto mis contertulios (y remito al paréntesis de la línea 9) nos hicieron su generoso y entrañable obsequio, Màrius Llop me había hablado en incontables ocasiones de sus viajes por la zona. El doctor era un incansable andarín y aquel es un lugar perfecto para tal afición. Sé que solía ir en primavera y en otoño y que tenía la costumbre de alojarse siempre en el mismo sitio, una casa rural cuya ubicación exacta yo no recordaba, porque me hablaba de muchos pueblos que hasta ahora yo no había visitado nunca y no acababa de ubicar exactamente.
La perspectiva del viaje había hecho nacer en mí la injustificada esperanza de encontrar esa misma casa, algo del todo improbable en una zona con una oferta turística tan abundante. No aproveché, por eso, para preguntar en ninguna de las numerosas casas rurales que vimos esos dos días. Tampoco me dio, o yo no lo recuerdo, ningún detalle Màrius de la que solía visitar. Sin embargo, la segunda noche, inesperadamente, la casa me encontró a mí. Para ser más preciso, no fue la casa sino mejor dicho su administradora, la dueña, la mestressa, como suele decirse.
La estancia en la casa incluía los desayunos y las cenas de los dos días. La segunda noche, como decía, la del sábado, entramos en el comedor, los últimos, porque la cena se servía invariablemente a las 9, algo pronto para nuestra costumbre. Nos atendió la dueña porque el resto del personal (su marido, creo, y una chica joven que parecía no pertenecer a la familia, porque siempre se iba después) estaba ocupado ya con las otras mesas. Era una mujer de unos cuarenta años, o poco más, vestida con algún descuido, pero bastante guapa. Nada más entrar en el comedor, se nos acercó, nos dio las buenas noches y nos acompañó a la mesa, la misma de la noche anterior. Y allí, antes de que pudiera sentarme, sin mediar palabra, se me acercó hasta menos de un palmo, alargó su mano hasta mi cara y...
No sé cómo contarlo, porque en realidad puede parecer una cosa bastante tonta. De hecho, al cabo de solo un momento, cuando se alejó hacia la cocina, no pude evitar reírme; y durante muchos días lo he recordado con mi mujer, que no ha dejado de compartir mi diversión. Lo cierto es que no di mayor importancia al asunto hasta que esta mañana, cuando ya han pasado más de dos semanas de aquello, curioseando de nuevo entre los papeles de Llop, me he encontrado con un soneto suyo que habla de un incidente similar: escrito en tercera persona, y sobre el modelo, parodiado, del célebre soneto de Góngora "De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado", que comienza Descaminado, enfermo, peregrino, cuenta cómo el viajero, después de irrumpir torpemente en el comedor de la casa donde se hospeda, es atendido por la dueña, quien, sin mediar palabra, se le acerca y le quita un cabello de la barba:

Descorbatado, bárbaro, al desgarbo,
hacia la corva mesa, con pie torvo
la enormidad bordando del estorbo,
curvas al orbe dio, cuervo sin garbo.

Barbotante rumor, si más protervo
perverso, oyó de turba nunca parva,
y en pretender carácter no de larva,
pavor halló, ya que no halló otro verbo.

Ama brotó, y su mano, sin reserva,
de cabellera propia una hebra en barba
extrajo del no imberbe viajero.

Vivirá siendo siervo de su sierva;
más le valiera ser quien hierba escarba
que herido ciervo a arbitrio de su arquero.

Lo mismo, exactamente lo mismo me había pasado a mí, y si no fuera por todo el cúmulo de coincidencias que se reunían (la casa, la misma zona tantas veces recorrida por Mario Loppo, el soneto, una mujer que coincidía en edad...), es verdad que ninguna determinante, no hubiera hecho ningún caso; pero así... algo tengo que hacer, necesito saber más para no quedarme con esta insoportable curiosidad que me adelgaza el sueño...