Julio de 2012
Antes de proseguir con estas
confesiones, con estas notas confusas que solo ordena la incierta datación de
cada jornada del diario –y no una metódica argumentación ni la exigencia de una
justificación–, inscrita a posteriori
y de manera más o menos aproximada, me veo en la necesidad de deshacer
previamente algunas posibles imprecisiones derivadas de mi propia torpeza
literaria. La primera pasa por aclarar que, a mi modo de ver, un diario se
escribe en realidad para ser leído por otro o por otros, en ocasiones incluso
para ser publicado. La excepción tal vez –la psicología infantil es para mí un
campo inexplorado y hermético– la encontramos en esos ingenuos álbumes que los
preadolescentes confeccionan laboriosamente y donde las palabras, los dibujos,
las fotografías, los recortes, las hojas y los pétalos secos se aúnan en una
amalgama intolerable donde solo importa el tosco presente y no el ruidoso
ayer ni el inconcebible porvenir. El diario de un adulto, en cambio, está
siempre dictado por un plan premeditado y no constituye en realidad más que un
exhibicionismo diferido. Alguien –esa persona a quien va dirigido, un pequeño
grupo de allegados a veces, el indeterminado pero siempre ávido de noticias
conjunto de simpatizantes y de fans en otras ocasiones– lo leerá algún día. En
cualquier caso, si se pone en duda lo que sostengo, o si se arguyen algunas
excepciones más, mi caso al menos no lo es. Reconozco, sí, que estas páginas
las escribo para que sean expuestas a la opinión pública y para que –por qué
tendría que negarlo– tú también puedas leerlas, estés donde estés, escondida
–seguro que tú prefieres refugiada, a salvo de mí tal vez− en ese lugar donde
jamás se me ocurriría ir a buscarte.
El otro asunto que exige algún modo de excusa es la inaceptable
intriga que alimentaban las líneas finales del día anterior de este relato, por
resultar en apariencia nada más que un calculado artificio para crear suspense
que se sumaría al constante aplazamiento de la historia que todas estas páginas
parecen consumar. Considere el suspicaz lector, escarmentado tal vez por
groseras astucias argumentales precedentes, ajenas a mis manos, que todo lo que aquí se presenta
dispuesto de una forma más o menos meticulosa y ordenada no me ha sido dado a
conocer a mí mismo, en forma de experiencia vital propia, más que unas horas
antes, dos o tres días a lo sumo, de su traslado al papel. Cualquier sospecha
de fraude, pues, aunque comprensible, es del todo injusta.
De cualquier modo, debo admitir que al parecer he construido
una especie de insensato laberinto cuyos límites se agrupan en el núcleo y cuyo
centro se encuentra en el exterior de su perímetro. Puertas absurdas que
separan idénticos espacios, escaleras que desaparecen conforme son ascendidas,
muros recubiertos de espejos en que Teseo y el Minotauro se contemplan al mismo
tiempo y no se reconocen ni se distinguen el uno del otro, abismos donde al
precipitarse uno se encuentra ante sí mismo y reemprende la marcha, duplicado,
pasillos con una claridad lejana al fondo que se mantiene siempre a la misma
distancia, siempre inalcanzable: tal es la arquitectura que mis palabras
edifican.
¿Qué monstruo debo aniquilar? ¿Qué rostro mostrarán
finalmente los espejos? ¿Qué, sin son uno Teseo y Minotauro? ¿Qué tengo que admitir,
qué puerta debo franquear para continuar este relato? Podría pensarse que evito
la revelación de algún suceso extraordinario y a la vez ignominioso, o como
mínimo grotesco: una verdad incómoda pero ineludible para dar sentido a todo. En
realidad, la vida es menos interesante que las especulaciones que hacemos sobre
ella. No me reservo nada más que lo que no he tenido tiempo de escribir, e
imploro el perdón del lector si mi incompetente retórica ha despertado en su
imaginación unas expectativas que definitivamente, no se cumplirán. ¿Bastará
con decir que después de tres semanas sin noticias de mi amante, esta mañana he
encontrado por fin en mi buzón un sobre con la cantidad exacta como subvención
a mi silencio?