Salvo los exiguos datos revelados
por Richard Griffiths –crítico por otro lado poco interesado habitualmente en
los aspectos biográficos– en su antología y conjunto de ensayos Many nameless: impossible generation, nada
he encontrado de Pierce F. Oliver. Solo sé, por tanto, menudencias tales como
que le fue prohibida la asistencia a clase en la universidad por presentarse
“de forma habitual manifiestamente intoxicado por alguna o varias sustancias no
determinadas”, que varios de sus amigos eran muy viajeros, a juzgar por las
postales de Navidad remitidas desde diversos y cambiantes lugares por los
mismos remitentes (según consta en una detallada relación confeccionada por el
propio Oliver, según atestigua Richard Griffiths), que vivió desde pequeño y
hasta el final de sus días con su tía, que lo acogió al quedarse huérfano, que
era un conversador compulsivo y gracioso, un apasionado de la meteorología y,
por último, en cuanto a su aspecto físico, lo más llamativo tal vez haya sido su
completa inadecuación e inconveniencia a la hora de vestirse, siempre fuera de
temporada, al margen de la moda y de las convenciones sociales.
En cuanto a su obra, el mismo Richard
Griffiths emite una llamada de ayuda. Solo un libro publicado, My garden on the wall, de 1997,
prácticamente inencontrable, y algunos textos sueltos en revistas de corta
tirada e igualmente perdidas. Así, Griffiths, que reúne en su antología al
menos cuatro o cinco textos por autor, limita a únicamente un poema la
presencia de Pierce F. Oliver, acompañado, eso sí, de un intenso y esclarecedor
escolio:
Un lobo con su aullido evoca
arbustos
de más allá donde (perdido y
solo)
las ratas y los cuervos se
disputan
la podrida carroña de unos
órganos
no aptos para el trasplante.
Alguien recibe
secretamente su implacable paga
y alguien también, linterna en mano,
entierra
su corazón mordido bajo un
árbol.
Solo un lobo es testigo y solo
el lobo
no había visto antes esta
escena
en las afueras. No llora una
niña
que se ata el cabello indiferente
con sus pequeñas manos, y que
pronto
también tendrá ocasión de decidir
ser víctima o verdugo.
No muy lejos,
en el centro, las calles están
limpias.
Las mismas calles donde se
alinean
las grandes casas de los
poderosos,
de las familias cultas
protegidas
durante el día por las leyes
hechas
en nombre de los pobres, y que
dictan
las reglas de este juego por la
noche.
El encanto de su poesía, afirma
Griffiths, se encuentra en su impresión de conjunto, pese al aspecto
fragmentario de los textos, o precisamente por ello. Pierce F. Oliver, explorador
de un territorio cuya topografía debe reescribirse cada día, inventa un nuevo
lenguaje lírico para cada texto, como si lo que tiene que decir en cada ocasión
estuviese naciendo precisamente allí y en ese mismo instante. De ahí tanto el
fragmentarismo como el aire aparentemente descuidado de sus poemas. Para Pierce F. Oliver, un verso, ni siquiera un
poema completo, no es algo demasiado importante: se trata solo de la
representación de algo que el poeta había imaginado mucho mejor.
Con frecuencia, escribe Griffiths,
Pierce F. Oliver abunda en el realismo y la crítica social. Pero nada de manifestaciones
ni de pancartas ni de sentimentalismos. No hay nada peor en la poesía lírica,
continúa el crítico, que lo trágico, salvo si está presidido por la
indiferencia.
Realismo, hemos dicho. Y sin
embargo, la poesía de Pierce F. Oliver aparece invadida a menudo por imágenes
surrealistas y contaminaciones de lo fantástico. Buen ejemplo de todo esto es
el poema recogido en la antología de Richard Griffiths y reproducido aquí. ¿Qué
significa ese lobo, depredador por excelencia en el imaginario europeo, que abre
el poema? En un texto que trata del tráfico de órganos humanos, sería demasiado
fácil establecer el simbolismo recurriendo a la conocida sentencia de Plauto, Lupus est homo homini, «el hombre es un
lobo para el hombre», pero intuimos que se trata de algo más, y que el lobo y
la niña que aparece después intercambian sus papeles en cuanto a inocencia y
ferocidad. Resulta inútil inventariar todas las posibilidades hermenéuticas: «el
significado de un animal en un poema nunca es más que la posición de su
extravío», concluye Griffiths al respecto. De todas formas, los poemas de Pierce
F. Oliver incluyen con frecuencia elementos completamente ajenos al tema del
poema, como si en un cuadro entrasen de pronto los objetos y colores de la
habitación donde está colgado. El resultado de todo ello es un inevitable
juicio de extrema dificultad de su poesía, valorada habitualmente en términos
negativos. «Los críticos sospechan, a menudo correctamente, que la extrema
dificultad es el refugio de la esterilidad expresiva del poeta, pero a veces
eso solo significa que el poema es demasiado difícil para esos críticos»,
afirma con mordaz ironía Griffiths. Y todo por esa intolerable necesidad de la
crítica contemporánea de intentar encontrar respuestas para todo, como los
niños pequeños. Pierce F. Oliver solo persigue lo contrario que la mayor parte
de los poetas, no en vano herederos del romanticismo, que aspiran a la
identificación con el lector. Oliver escribe como si el poema sucediera en otra
parte donde ni el narrador lírico ni el narratario se han encontrado nunca, en
una doble técnica de distanciamiento. Ese no lugar, ese no tiempo, esa
literatura sin autor y sin lector, es el objetivo: «Algún día el ser humano
conseguirá pensar en el silencio absoluto como un logro estético».