lunes, 27 de enero de 2014

Diario de un seductor desconcertado, VIII: La parte del gusano



27 de enero de 2014

Mi necesidad de seducir nunca se prohibió ningún capricho por razones ni de clase ni de religión ni de género ni de edad, pero tampoco se impuso premeditados desafíos. Si alguna vez me decidiera a redactar mis memorias, el tal vez inconcebible lector de sus hipotéticas líneas tropezaría con episodios bastante ingenuos y monótonos seguidos de ingenuidades que acaban siendo la prehistoria de casi una depravación; y tal vez se asombraría con depravaciones que acumulan episodios ingenuos y depravaciones cuyo único propósito es lograr la serenidad de la monotonía. No faltarían, además, las anécdotas ridículas, los escándalos edificantes o los pragmatismos sentimentales, y hasta las confidencias materialistas. Un hábito, el de la seducción –pero por qué escribo hábito, que puede llegar a sugerir método, repetición, perfeccionamiento a la larga, incluso compromiso artístico; todo lo contrario en mi caso: indisciplina, desorden, improvisación−, cuya obstinación se ha vuelto con el tiempo más especulativa que experimental, puesto que no necesita de más pruebas. La manzana está ahí pese a que el paraíso ya no existe: la cuestión es saber cuánto tiempo tardaremos en volver a morderla, y a quién le tocará la parte del gusano. Quiero decir que esquivo las recomendaciones y las moralejas pero no las perplejidades, porque profeso una fe inquebrantable tanto en la debilidad del cuerpo ante las tentaciones como en la fortaleza del olvido de los errores pasados, esos que forjan una experiencia de la cual, en materia de amor, por mucho que se diga, no se aprende nada. ¿Tendré que transigir al fin, pese a la probable incredulidad del lector, que la curiosidad me llevó al amor, el amor al desencanto, el desencanto a la impaciencia, la impaciencia al deseo, el deseo al aburrimiento, el aburrimiento a la desolación y la desolación a la ética?




         Deliberadamente, he omitido algunos episodios que ilustrarían de forma admirable las etapas de esta evolución. Pero quienes hayan recorrido las líneas que trazan estas páginas tal vez intuyen que a ambos lados de la figura central, la de este desconcertado seductor, se perfilan, sobre un fondo borroso de colores todavía imprecisos, dos siluetas dibujadas con desigual firmeza. A una, apenas un esbozo sin cara todavía, la he llamado Ana; y ahora que todo parece haber llegado a su fin, estoy en disposición de terminar el retrato con detalle. La otra, a quien he dedicado tal vez ya las páginas definitivas, parece sin embargo haber quedado en un segundo plano. Pero estoy tal vez confundiendo al lector con una comparación inadecuada. La pintura es arte del espacio y una narración es sucesiva, se despliega en el tiempo. Si recurro a la música, arte también del tiempo, el esfuerzo reclamado a la imaginación seguramente resulte menos arduo. Supongamos, por ejemplo, un trío, digamos que para violín, violonchelo y piano –cada cual es libre de atribuir el papel que prefiera a los personajes de esta historia−, del que ya hemos oído su introducción, la exposición de sus temas, sin que quede claro cuál de ellos es el dominante, y una primera coda fugada, que bien podría hallar un paralelo con la fuga de mi ex amante. El desarrollo, siguiendo la forma sonata, ha introducido sin embargo un nuevo elemento, un nuevo tema diferente en apariencia a los expuestos en el primer movimiento. Bien, se verá. Falta descubrir, por tanto, adónde lleva este movimiento central, de qué manera son reexpuestos los temas iniciales y cómo será la coda final. Es decir, a quién le toca la parte del gusano.

viernes, 17 de enero de 2014

Contra los perros del olvido

Me molestan −es un decir− esas personas para quienes los apellidos no existen. Pasa a menudo con los escritores. Algunos lectores devotos que veneran a cierto escritor a quien han leído línea por línea innumerables veces se refieren invariablemente a él como Jorge Luis, Federico, Pablo. Tan familiar se les ha hecho su ausencia −nunca lo conocieron, nunca lo vieron más que en fotografías, en la televisión, con suerte formaron parte del público en una lectura, a lo lejos: solo lo han leído, más o menos−, que lo imaginan acompañándolos, como Virgilio a Dante, en sus excursiones al infierno, de las que solo es real el infierno.

         Este martes murió Juan Gelman, uno de los poetas mayores de Hispanoamérica. Curioseo por la red los numerosos homenajes y encuentro con facilidad más de una docena en la que Gelman es simplemente Juan. Cualquiera que haya estado enamorado alguna vez, cualquiera que haya sido víctima de los horrores de una dictadura, cualquiera, en fin, que ceda a la tentación de conjugar en primera persona esa horrible expresión, «sentirse identificado», puede tomarse esta libertad. Yo, que veo a un «camarada» esencialmente como alguien con quien se comparte la mesa, la munición y el gusto por cubrirse la cabeza con una boina a lo Che Guevara me resisto a tales familiaridades. Además, como toda persona con buen juicio, siempre he preferido ser alumno que ejercer ningún tipo de magisterio, y por eso me gusta mantener ciertas distancias con mis maestros –tendré que confesarlo al fin, soy un romántico−, entre los que cuento a Juan Gelman.

         Eludo conscientemente, y no lo escondo, hablar del hombre y de su obra. Otros más capaces ya lo han hecho y lo seguirán haciendo. Ahora, una vez más, solo quiero volver a sus versos, que empezaron hablando del amor y que luego, sin postergarlo nunca, se contagiaron de la desgracia del propio autor y se preguntaron siempre sobre sí mismos y dialogaron con los versos de otros. Tal vez, lector, contigo mismo:

NOBLEZAS

El poema es pálido y noble.
No cambia nada, no curva colinas, no
da una sola fruta roja, ni
hace el ruido de quien arranca
un pedazo de pan para dar
un pedazo de pan.
Se acuclilla en un rincón y
no se queja.
Vive en todo lo que se alza
al aire y de nacer.
Ni pide que lo visiten.
Le basta con lo que no sucedió.
[del libro País que fue será]

NOTA XXV

queridos compañeros/moridos
en combate o matados a traición o tortura/
no los olvido aunque ame a una mujer/
no los olvido porque amo/como

ustedes mismos amaron una vez/¿se recuerdan?/
¿bellos andaban por el aire?/¿y combatían?/
¿y el calor de una mujer les asomaba
en la cara?/¿se recuerdan?/me acuerdo

de haberles visto una mujer brillar
en medio del combate doloroso/
inmortales brillaban ustedes
contra el dolor/contra la muerte/

ahora que duermen calladitos
y alguna sombra dulce los tocara
acomodándolos mejor
contra los perros del olvido
[de Notas]

NOTA XXIV

a la derrota o ley severa mi
alma sabió perder respeto/te amo/
cruza mi alma la agua fría donde
flotan los rostros de los compañeros

como envolvidos de tu piel suave
o lámpara subida delicada
para que duerman delicadamente
subidamente en vos/llama que nombra

a cada sombra por su nido/dicha
o soledad de fuego para amor
donde descansen bellos mis muertos

que siempre amaron rostros como vos
donde tu rostro avanza como vos
contra la pena de haber sido/ser
[de Notas]

EN LA CARPETA

Tomé mi amor que asombraba a los astros
y le dije: señor amor,
usted crece de tarde, noche y día,
de costado, hacia abajo, entre las cejas,
sus ruidos no me dejan dormir, perdí todo apetito
y ella ni nos saluda, es inútil, inútil.

De modo que tomé a mi amor,
le corté un brazo, un pie, sus adminículos,
hice un mazo de naipes
y ante la palidez de los planetas
me lo jugué una noche lentamente
mientras mi corazón silbaba, el distraído.
[de Gotán]

ARTE POÉTICA

Entre tantos oficios ejerzo este que no es mío,

como un amo implacable
me obliga a trabajar de día, de noche,
con dolor, con amor,
bajo la lluvia, en la catástrofe,
cuando se abren los brazos de la ternura o del alma,
cuando la enfermedad hunde las manos.

A este oficio me obligan los dolores ajenos,
las lágrimas, los pañuelos saludadores,
las promesas en medio del otoño o del fuego,
los besos del encuentro, los besos del adiós,
todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre.

Nunca fui el dueño de mis cenizas, mis versos
rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte.
[de Velorio del solo]