Junio de 2012
Confieso que la adulación
siempre me ha resultado más fácil que el reproche, y que para compensar esta
voluptuosidad procuro entregarme a la disciplina del ultraje, sin ensañamientos
gratuitos, es verdad, pero sin concesiones tampoco. Injuriar puede convertirse
en un arte, he leído en cierto librito publicado en el hemisferio austral hacia
1936, pero nadie discutirá que también lo es elogiar, que se inscribe en una
tradición tanto o más antigua y que cuenta innegablemente con un mayor número
de labradores y no digamos ya de consumidores devotos (léanse, si se duda de mi
afirmación, prólogos y contraportadas de cualquier desdichada novela o, sobre
todo, de algún libro de flaca poesía, de donde la vanidad sale habitualmente
mejor alimentada). Opté, por tanto, al escribir a mi amante, por un tono
intermedio. Un camino tal vez más laborioso que cualquiera de los extremos, con
más dificultades estilísticas y consecuencias éticas, pero que era el único que
yo me veía con ánimo de recorrer. Un camino, si lo pienso bien, que tal vez el
destino del viaje no merecía del todo.
No ignoro que para la mayoría cualquier individuo –con la
excepción del propio espécimen que emite el dictamen− no es particularmente
imprevisible, que se comporta por lo general de acuerdo a los tópicos, y que
solo la pretenciosa convicción de su propia singularidad –que nadie salvo él
mismo comprende ni toma en serio− le hace creer una excepción, amparándose en
el “tú eres especial” que le decía su abuelita o su primer amor del instituto.
Es posible, de todas formas, que no solo se trate de una cuestión de vanidad,
como he venido afirmando, y que tenga que ver también con el pánico a la
muchedumbre, a la amenaza de no diferenciar los nombres y los cuerpos. Al nacer
–antes de nacer− nos imponen un nombre, nos implantan una correspondencia entre
nuestro sexo y una serie de colores, de prendas de vestir, de cortes de cabello,
proyectan sobre nuestro aún incierto futuro todo un populacho de proyectos, de
aspiraciones, de salvoconductos, de negativas, de ese instrumento que alguien
no fue nunca capaz de tocar correctamente, de ese avión caído en el océano, de
esa guerra perdida. Luego, el dilema nos acompaña de por vida: continuar siendo
nosotros –sea lo que sea que seamos− obstinadamente, o ceder, renunciar a
aquello que ni siquiera era propiamente nuestro, y sumarnos a la masa
indiferente del prójimo –sea lo que sea el prójimo, del que solo sabemos que suele
estar representado por el entusiasmo de las estadísticas y las mayorías
parlamentarias.
¿La verdad? No estoy en disposición de admitir ninguna de
las posibilidades, ni siquiera en mi caso; mucho menos en lo que a mi amante se
refiere. Y lo mismo en cuanto a la predictibilidad del comportamiento. Presumir
que debido a mi extremo cuidado en la elección de las palabras que le había escrito
podía asegurarme una determinada respuesta, la que yo esperaba, la concesión de
mis pretensiones económicas, me resultaba en el fondo tan insostenible como lo
contrario: admitir que su conducta pudiera resultar del todo inesperada, que
absolutamente nada de lo que hiciera o dijera respondiese a ciertas pautas
previstas. Eso hubiera sido lo mismo que conceder que no la conocía, que no
sabía cuáles eran sus platos preferidos, ni su forma de examinar a todo el
mundo mientras parecía mirar disimuladamente hacia otro lado, con la mirada
oblicua, como si estuviese lejos, muy lejos, pensando en aquella casita blanca
de las vacaciones de la infancia, ni la cadencia ni la forma de tocarla para
hacer que perdiera la prudencia y el decoro.
Ni una cosa ni la otra. Imaginaba un punto medio, cierta
vacilación, un poco de todo: alguna concesión y algún rechazo. Pero no esto. No
recibir respuesta ni siquiera después de un segundo correo, extracto del
primero, más firme, más escueto, con mayor apremio. Que ni conteste a los whatsapp, ni a las llamadas al móvil. Nada.
Así desde el primer correo. Y ya hace casi dos semanas.