viernes, 31 de mayo de 2013

No vienen barcos

Tiendo fácilmente a la fantasía, lo reconozco, pero cuando se trata de asuntos importantes no me desvío un punto de la verdad, me atengo escrupulosamente a los hechos que conozco y los refiero sin ninguna pasión, como si no me afectaran. En todo caso, si alguna de las cosas que cuento me llega a perturbar, o me expone a la cólera o la melancolía, cedo entonces a la irresistible tentación de acomodar discretos golpecitos con los talones en las patas delanteras de la silla, como si espoleara a una cabalgadura, e imagino ante mí una graciosa muchedumbre de descomunales gigantes que me increpan: «¡ven hasta nosotros y atrévete a decir siquiera una mentira!».

         No es extraño pues, dado mi desasosiego de aquella tarde, que fuera el periodista quien moviera ficha primero. Yo ya estoy acostumbrado a este tipo de entrevistas, y no me importa jugar con piezas negras. Sé que los primeros movimientos son un mero tanteo, una toma de posiciones. Las verdaderas amenazas llegan más tarde. Al principio, como mi postura es siempre invariable, intransigente, prefiero estudiar de qué pie calza mi adversario. Por eso le dejé empezar con una observación superficial acerca de mis bien llevados cincuenta años, de mi delgadez –yo hubiera preferido esbeltez–, de mi afilado rostro y, en suma, del extremado parecido con el retrato de la triste figura que tanta fortuna ha tenido. Le contesté, sin concederme ninguna importancia, que mucho ayudaban la calidad del aire de la estepa donde nací y he vivido, mis sobrias costumbres alimenticias y mis hábitos castrenses por lo que hace al sueño y al ejercicio físico.

         A pesar de las muestras de completo desinterés que yo le iba dando, el tipo no se daba por vencido y continuaba posicionando en el tablero sus pesados peones, con halagos cada vez más torpemente disimulados y preguntas menos inocentes, empeñado únicamente en su propósito: averiguar qué había de verdad en todo aquello que se decía de mí. No dejaba de sonreír ni por un momento, con esa mueca ancha, desorientada, falsamente entusiasta –y que tanto nos aproxima al chimpancé–, que todos mostramos en las conversaciones distendidas cuando, más allá de la agudeza de lo que acabamos de decir, nos conmueve la musiquilla de nuestra propia voz sonando ante el momentáneo silencio desconcertado de quienes nos escuchan, que interpretamos como un aplauso, para volver de inmediato a la intrascendencia de la conversación. Me resultaba simpático, tal vez por su simplicidad, precisamente. Y aunque su cháchara incesante me parecía por momentos intolerable, la gracia con que engranaba aquella extraordinaria cantidad de frases hechas, de lugares comunes, de sentencias, unida a su grotesca apariencia –menguada y ancha la nariz y la estatura, el pelo crespo y una barba espesa que no conseguía encubrir los excesos alcohólicos que sus mofletes pregonaban– lo convertían en un personaje ciertamente entrañable. Así que cuando por fin me preguntó, aunque mi primer impulso fue el de salirme por la tangente como había hecho muchas otras veces en entrevistas similares, le respondí. Nada que me comprometiese demasiado, claro; nada tampoco excesivamente estimulante, porque son cosas sobre las que ya me he pronunciado sobradamente, pero sí le di al parecer información lo suficientemente interesante para que al final se marchara satisfecho y me dejara en paz. Lástima. Ya he dicho que me caía bien. Pero después de contarle todo lo que quería saber seguía con la misma sonrisa pánfila del principio, y era tarde, y se había acabado el whisky.

         De todas formas, de nada sirvió que le asegurase que no leía ciencia ficción desde adolescente, que yo mismo me deshice de esos libros muchos años atrás –frente a lo que cuentan por ahí– en una librería de viejo, todo para reunir un poco más de dinero y poder comprar un anillo de compromiso –el primer paso de mi única verdadera locura– algo más digno, que jamás había salido de nuestro querido planeta, ¿no sabían ya que suspendí seis veces las pruebas de piloto?, que Rocinante no era el nombre de mi nave espacial sino el de un viejo caballo, todo piel y huesos, que perteneció a mi padre, a quien ha sobrevivido, y quién sabe si hará lo mismo conmigo porque no sé de qué vive , que casi no come, y no parece un caballo sino todos los caballos que serán y los que han sido, que en definitiva todo no eran sino absurdas calumnias y fantasías de mi ex, a quien por cierto jamás he llamado así como ella jura, o perjura, nada más alejado de su carácter que la dulzura, lo atestigua uno que la conoce bien, y que ha hecho escribir a ese infortunado novio suyo, el Cide Hamete o como se llame, pero claro, yo lo entiendo, qué va a hacer si no un inmigrante recién venido, por mucho licenciado en Historia que sea, y no le estorbo el mérito, si no hay trabajo para nadie con los tiempos que corren.

         De nada sirvió que le explicase todo. No tomó ni una nota. No dejó de sonreír, como un niño que espera el final de un cuento mil veces escuchado. Y, acabada la bebida, el pan comido, compañía deshecha, me dijo como despedida, tomó sus alforjas, quiero decir su carpeta y su mochila, y se marchó por la puerta, asnalmente, como quien está tan seguro del aislamiento de su isla que ya no se preocupa de mirar si vienen barcos.

miércoles, 1 de mayo de 2013

El soneto sobre el soneto (III)

Pese a los antecedentes de Hurtado de Mendoza y de Baltasar del Alcázar, el «soneto sobre el soneto» de Lope de Vega se convirtió de inmediato en el modelo aventajado de este tipo de soneto, y lo sigue siendo. No es extraño, considerando que cualquier estudiante de secundaria, y aun de la educación primaria (forma parte del reducido número de textos en verso que constituyen los greatest hits de la poesía en español, con la Canción del pirata de Espronceda y el soneto «A una nariz» de Quevedo) lo conoce, y su lectura forma parte indisoluble, precisamente, de la explicación de la forma soneto.

El texto de Lope es hasta tal punto popular que, además de los sonetos “serios” que parten de su ejemplo, y de los que me ocuparé en próximas entradas, ha dado lugar a un buen número de imitaciones que oscilan entre la parodia y el homenaje. De ellos ofrezco ahora una reducida muestra, desigual pero no exenta de curiosidad:

1. El argentino Baldomero Fernández Moreno (1886-1950) imagina la decepción de Violante al ver que Lope le escribe un soneto, sí, pero no a ella sino al soneto mismo:

Cólera de Violante

Cuando Violante vio que en un segundo
Lope de Vega terminó el soneto,
miró al maestro, que sonrió, discreto,
y su pecho quedó meditabundo.

El pecho de Violante, un breve mundo
por un tajo partido en dos, direto,
casi escapó del regalado peto,
elástico como era y furibundo.

Porque ella no quería la acrobacia
de que dio muestras el de la perilla
y la guedeja montañesa y lacia.

Ella soñó el soneto maravilla,
el que hiciera inmortal toda su gracia
de ricahembra y marisabidilla.

(Publicado originalmente por el autor en el número 37 (abril de 1939) de la revista Nosotros como «Epílogo al soneto de Violante».)

2. En la misma línea, pero esta vez en boca de la mismísima Violante (que no es Violante), la bloggera “Julia” envía esta

RESPUESTA DE DOÑA VIOLANTE A LOPE DE VEGA (Gerard Widemann, amanuense de doña Violante Pardo)

No me eches tú, Lopillo, tanto morro,
no creas que me cumples mi deseo
hilvanando un soneto, pues bien veo
que hoy la pluma la llevas en el gorro.

No pienses que, con verte, yo me corro,
o que estimo un soneto un devaneo,
pues soy una mujer que pienso y leo;
no trates de engañarme hoy a lo zorro.

Ni pienses que, de cierto, soy Violante,
ni me hables de cuartetos y tercetos,
ni aún en dónde colocas cada acento;

sé bien que lo que cuenta, lo importante
es el decir, al fin, de modo escueto
un concepto, una flor, un sentimiento.


3. El porteño Alberto Vacarezza (1888-1959) sustituye a Violante por su amigo Castillo, y escribe un sainete y un soneto, todo en uno:

Un sainete en un soneto

Un soneto me manda hacer Castillo
y yo, para zafarme de tal brete,
en lugar de un soneto haré un sainete,
que para mí es trabajo más sencillo.

La escena representa un conventillo.
Personajes: un grébano amarrete,
un gallego que en todo se entromete,
dos guapos, una paica y un vivillo.

Se levanta el telón. Una disputa
se entabla entre el gallego y el goruta,
de la que saca el vivo su completo.

El guapo que pretende a la garaba
se arremanga al final, viene la biaba
y aquí acaba el sainete y el soneto.

(De Cantos de la vida y de la tierra, 1944)

(El poema necesita tal vez alguna aclaración a causa del léxico lunfardo que utiliza: grébano y goruta (‘tarugo’, con la típica inversión de sílabas del lunfardo) son términos despectivos para ‘italiano’; gallego es ‘español’; paica y garaba se refieren a ‘muchacha’.)

4. Otro porteño, Luis Alposta (1937), lleva un poco más allá la parodia, dirigiéndose el soneto (con una expresión menos marcada del lunfardo) a sí mismo (“un soneto me pide el amor propio”) y convierte los fingidos titubeos de Lope ante la petición de Violante en toda una duda existencial de fuente shakesperiana (verso noveno):

Un soneto me pide el amor propio
y en mi vida me he visto en tal apuro.
Si cuatro versos ya me dan laburo,
antes de los catorce será un opio.

De las formas no quiero ser esclavo.
Además, sobre el tema ya se ha escrito.
En el séptimo verso lo medito
y no sé si plantarme en el octavo.

¿Seguir o no seguir? Ésa es mi duda.
Pues la cosa se me hace peliaguda
al tratarse de historia tan junada.

Pero ya falta poco, y lo importante
es ahora encontrar la consonante
y dar esta cuestión por terminada.

(De Con un cacho de nada, 1986)

5. Como que no solo de sonetos vive el hombre, ni este blog, transcribo ahora la nota introductoria al soneto de Lope de una alumna de 3º de ESO:

“«Un soneto me manda hacer Violante» es el título del soneto que Lope de Vega escribió con tan solo 16 años para su profesor Violante.”

Me niego rotundamente a pensar que se trata de un error de la alumna (o de su libro de texto o de su propio profesor) y rechazo con la misma vehemencia que su afirmación sea explicable por un abuso de la fantasía. La cita merece no solo un lugar preeminente en las antologías de homenajes a Lope sino en el Compendio Universal de la Confusión: Violante, tal vez el primer travestido documentado en la poesía española, es el objeto de deseo de un joven Lope de Vega homosexual, antes del violento cambio de tendencia que lo convirtió en ardiente raptor de jovencitas.

6. Por último, de “Agustín”, de Murcia, leo en un foro un divertido soneto (no para Lope) perteneciente a la categoría de respuestas de (la ofendida) Violante:

DE PARTE DE VIOLANTE

Un soneto Don Lope me ha enviado
y en mi vida he leído algo más feo.
se conoce que el hombre, en su deseo
de querer halagarme, ha fracasado.

En lugar de ponerme lo inspirado
que se suele escribir en un correo,
va contando en pesado sermoneo,
lo que lleva del bodrio terminado.

Y lo malo es que encima justifica
esa birria total, y especifica
que fui yo quien mandó tan mal enredo.

Pues lo niego del modo más tajante,
y que sepa, de parte de Violante,
que prefiero un soneto de Quevedo.