viernes, 5 de abril de 2013

La poesía de las ruinas: de Roma a México

Lo que se acostumbra a designar «poesía de las ruinas», es decir, poemas que toman como motivo ruinas de edificios o ciudades y que habitualmente tienen el paso del tiempo como tema, se configura como subgénero en el Renacimiento, desde Petrarca, a quien siguen Castiglione y Bembo entre otros, aunque parece que el soneto VI de Baltasar de Castiglione

Superbi colli, e voi sacre ruine,
Che ’l nome sol di Roma ancor tenete,
Ahi che reliquie miserande avete
Di tant’anime eccelse e pellegrine!
Colossi, archi, teatri, opre divine,
Trïonfal pompe glorïose e liete,
In poco cener pur converse siete,
E fatte al vulgo vil favola alfine.
Così, se ben un tempo al tempo guerra
Fanno l’opre famose, a passo lento
e l’opre e i nomi il tempo invido atterra.
Vivrò dunque fra’ miei martir contento;
Che se ’l tempo dà fine a ciò ch’è in terra,
Darà forse ancor fine al mio tormento.

fue el verdadero punto de partida para muchas de las posteriores composiciones poéticas sobre las ruinas.

En la poesía española, el motivo, fijado habitualmente a las ruinas grecorromanas, como el modelo italiano, adquiere gran importancia, relacionado con los tópicos del ubi sunt y del sic transit gloria mundi, además de con los primeros síntomas de decadencia del imperio español, desde el final del siglo XVI y en el XVII, y es tratado por poetas, por citar solo algunos ejemplos, como Fernando de Herrera (Soneto LXVI), Francisco de Medrano (Soneto XVI), Rodrigo Caro (Canción a las ruinas de Itálica), Francisco de Rioja, Lope de Vega, Góngora o Quevedo, de quien, además del Salmo XVII, suele recordarse especialmente el soneto A Roma sepultada en sus ruinas:

Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas;
cadáver son las que ostentó murallas,
y tumba de sí proprio el Aventino.
Yace donde reinaba el Palatino;
y limadas del tiempo, las medallas
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades que blasón latino.
Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya, sepoltura,
la llora con funesto son doliente.
¡Oh, Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.


La fuente de este soneto de Quevedo, así como del soneto de Joachim Du Bellay «Et rien de Rome en Rome n'appercois», incluido en Les Antiquitez de Rome (1558) y que probablemente Quevedo también conocía, es un epigrama en latín de 1552 a 1554 de Janus Vitalis, o Gian Vitale, que comienza «Qui Romam in media quaeris novus advena Roma». El poema del mismo tema de Edmund Spenser (1591) parte de Du Bellay. En cambio, la versión polaca de Mikołaj Sęp Szarzyński, su Epitafio a RomaEpitaphium Rzymowi– (escrito antes de 1581 pero no publicado hasta 1601), remite de nuevo a Janus Vitalis. Todos los textos citados, a los que habría que sumar «Sur les ruines de Rome», de Jean Doublet, publicado hacia 1559, preceden al de Quevedo que, fuera de copias manuscritas, aparece impreso en 1648. En cuanto a la fortuna del epigrama de Janus Vitalis, como veremos, no se agota en el siglo XVII.

No son ajenas a este motivo, por supuesto, el resto de literaturas europeas. En especial, abunda en él la poesía inglesa, sobre todo desde el prerromanticismo y este caso centrándose en los escenarios de ruinas medievales y cementerios abandonados (los Night Thoughts de Young o la Elegy written in a Country Churchyard de Thomas Gray, por ejemplo), que los románticos visitarán asiduamente, y continúa la tradición en el siglo XX (The Waste Land de Eliot es ejemplo más que suficiente).

También el siglo XX de la poesía española presenta numerosas muestras de la poesía de ruinas, desde los noventayochistas a los novísimos, pero la tradición se revitaliza sobre todo en América desde el modernismo y las vanguardias hasta nuestros días, tanto a partir de los motivos que ofrecen las ruinas precolombinas, como en Alturas de Macchu Pichu de Neruda, los espacios de las modernas metrópolis (el soneto A las ruinas de Nueva York, de Nicolás Guillén) o la suma de ambos escenarios, como en el Himno entre ruinas de Octavio Paz.

A modo de conclusión provisional, porque el tema sin duda se presta a un estudio considerablemente más extenso, como los muchos que existen sobre la materia, acabo con un poema de José Emilio Pacheco, perteneciente a la sección II, Antigüedades mexicanas (Antigüedades de Roma era el título de la serie de poemas de Du Bellay) de Islas a la deriva:

CIUDAD MAYA COMIDA POR LA SELVA

De la gran ciudad maya sobreviven
arcos, desmanteladas construcciones, vencidas
por la ferocidad de la maleza.
En lo alto el cielo en que se ahogaron sus dioses.
Las ruinas tienen
el color de la arena. Parecen cuevas
ahondadas en montañas que ya no existen.
De tanta vida que hubo aquí, de tanta
grandeza derrumbada, sólo perduran
las pasajeras flores que no cambian.





Aunque el escenario ha cambiado de la deshecha grandeza romana a la ruina de la civilización maya, el final del poema de José Emilio Pacheco envía de nuevo a Vitalis y las numerosas versiones de su epigrama De Roma: “immota labascunt, / et quae perpetuo sunt agitata manent” (“aquello que es firme sucumbe, aquello que es frágil persiste), había escrito Vitalis concluyendo el poema, final que en el soneto de Du Bellay es “Ce qui est ferme, est par le temps détruit, / et ce qui fuit, au temps fait résistance” (“Lo que es firme, resulta destruido por el tiempo, / y resiste en cambio lo fugitivo”) y en Quevedo “huyó lo que era firme, y solamente / lo fugitivo permanece y dura”, abstracciones todas que José Emilio Pacheco ha concretado en una nueva paradoja más concreta y conmovedora: “sólo perduran / las pasajeras flores que no cambian”.

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