Lo que se acostumbra a designar
«poesía de las ruinas», es decir, poemas que toman como motivo ruinas de
edificios o ciudades y que habitualmente tienen el paso del tiempo como tema, se
configura como subgénero en el Renacimiento, desde Petrarca, a quien siguen
Castiglione y Bembo entre otros, aunque parece que el soneto VI de Baltasar de Castiglione
Superbi colli, e voi
sacre ruine,
Che ’l nome sol di Roma
ancor tenete,
Ahi che reliquie
miserande avete
Di tant’anime eccelse e
pellegrine!
Colossi, archi, teatri,
opre divine,
Trïonfal pompe glorïose
e liete,
In poco cener pur
converse siete,
E fatte al vulgo vil
favola alfine.
Così, se ben un tempo al
tempo guerra
Fanno l’opre famose, a
passo lento
e l’opre e i nomi il
tempo invido atterra.
Vivrò dunque fra’ miei
martir contento;
Che se ’l tempo dà fine
a ciò ch’è in terra,
Darà forse ancor fine al
mio tormento.
fue el verdadero punto de
partida para muchas de las posteriores composiciones poéticas sobre las ruinas.
En la poesía española, el
motivo, fijado habitualmente a las ruinas grecorromanas, como el modelo
italiano, adquiere gran importancia, relacionado con los tópicos del ubi sunt y del sic transit gloria mundi, además de con los primeros síntomas de
decadencia del imperio español, desde el final del siglo XVI y en el XVII, y es
tratado por poetas, por citar solo algunos ejemplos, como Fernando de Herrera (Soneto LXVI), Francisco de Medrano (Soneto XVI), Rodrigo Caro (Canción a las ruinas de Itálica), Francisco
de Rioja, Lope de Vega, Góngora o Quevedo, de quien, además del Salmo XVII, suele recordarse
especialmente el soneto A Roma sepultada
en sus ruinas:
Buscas en Roma a Roma,
¡oh, peregrino!,
y en Roma misma a Roma
no la hallas;
cadáver son las que
ostentó murallas,
y tumba de sí proprio el
Aventino.
Yace donde reinaba el
Palatino;
y limadas del tiempo,
las medallas
más se muestran destrozo
a las batallas
de las edades que blasón
latino.
Sólo el Tibre quedó,
cuya corriente,
si ciudad la regó, ya,
sepoltura,
la llora con funesto son
doliente.
¡Oh, Roma!, en tu
grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y
solamente
lo fugitivo permanece y
dura.
La fuente de este soneto de
Quevedo, así como del soneto de Joachim Du Bellay «Et rien de Rome en Rome
n'appercois», incluido en Les Antiquitez
de Rome (1558) y que probablemente Quevedo también conocía, es un epigrama
en latín de 1552 a 1554 de Janus Vitalis, o Gian Vitale, que comienza «Qui
Romam in media quaeris novus advena Roma». El poema del mismo tema de Edmund
Spenser (1591) parte de Du Bellay. En cambio, la versión polaca de Mikołaj Sęp
Szarzyński, su Epitafio a Roma –Epitaphium Rzymowi– (escrito antes de
1581 pero no publicado hasta 1601), remite de nuevo a Janus Vitalis. Todos los
textos citados, a los que habría que sumar «Sur les ruines de Rome», de Jean
Doublet, publicado hacia 1559, preceden al de Quevedo que, fuera de copias
manuscritas, aparece impreso en 1648. En cuanto a la fortuna del epigrama de
Janus Vitalis, como veremos, no se agota en el siglo XVII.
No son ajenas a este motivo,
por supuesto, el resto de literaturas europeas. En especial, abunda en él la
poesía inglesa, sobre todo desde el prerromanticismo y este caso centrándose en
los escenarios de ruinas medievales y cementerios abandonados (los Night Thoughts de Young o la Elegy written in a Country Churchyard de
Thomas Gray, por ejemplo), que los románticos visitarán asiduamente, y continúa
la tradición en el siglo XX (The Waste
Land de Eliot es ejemplo más que suficiente).
También el siglo XX de la
poesía española presenta numerosas muestras de la poesía de ruinas, desde los
noventayochistas a los novísimos, pero la tradición se revitaliza sobre todo en
América desde el modernismo y las vanguardias hasta nuestros días, tanto a partir
de los motivos que ofrecen las ruinas precolombinas, como en Alturas de Macchu Pichu de Neruda, los
espacios de las modernas metrópolis (el soneto A las ruinas de Nueva York, de Nicolás Guillén) o la suma de ambos
escenarios, como en el Himno entre ruinas
de Octavio Paz.
A modo de conclusión
provisional, porque el tema sin duda se presta a un estudio considerablemente
más extenso, como los muchos que existen sobre la materia, acabo con un poema
de José Emilio Pacheco, perteneciente a la sección II, Antigüedades mexicanas (Antigüedades de Roma era el título de la serie de poemas de Du Bellay) de Islas
a la deriva:
CIUDAD MAYA COMIDA POR
LA SELVA
De la gran ciudad maya sobreviven
arcos, desmanteladas
construcciones, vencidas
por la ferocidad de la
maleza.
En lo alto el cielo en
que se ahogaron sus dioses.
Las ruinas tienen
el color de la arena. Parecen
cuevas
ahondadas en montañas que
ya no existen.
De tanta vida que hubo
aquí, de tanta
grandeza derrumbada, sólo
perduran
las pasajeras flores que
no cambian.
Aunque el escenario ha
cambiado de la deshecha grandeza romana a la ruina de la civilización maya, el
final del poema de José Emilio Pacheco envía de nuevo a Vitalis y las numerosas
versiones de su epigrama De Roma: “immota
labascunt, / et quae perpetuo sunt agitata manent” (“aquello que es firme
sucumbe, aquello que es frágil persiste), había escrito Vitalis concluyendo el
poema, final que en el soneto de Du Bellay es “Ce qui est ferme, est par le
temps détruit, / et ce qui fuit, au temps fait résistance” (“Lo que es firme,
resulta destruido por el tiempo, / y resiste en cambio lo fugitivo”) y en
Quevedo “huyó lo que era firme, y solamente / lo fugitivo permanece y dura”,
abstracciones todas que José Emilio Pacheco ha concretado en una nueva paradoja
más concreta y conmovedora: “sólo perduran / las pasajeras flores que no
cambian”.
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