No hace mucho, en el albor del
año, los Bor nos acogían unos días en su nueva residencia, una casa espaciosa,
llena de cámaras insospechadas y que, aunque vieja y necesitada de reformas se
encuentra en un estado muy lejano del desboronamiento. Desamparado frente a la
invulnerable vanidad de mi pluma, cedo por fin a la tentación de publicar estas
líneas que me entraron ganas de desborrar.
Fue una visita de acelerada
tranquilidad. Nada más llegar, aún con el cabello alborotado por el aborrecible
bóreas que nos dio la bienvenida, los Bor me borsequiaron con un ejemplar de
bolsillo de la poesía de Du Bellay, de quien yo había hablado con devoción tras
la primera visita a los Bor, cuando aún vivían en Liré, zona cero del poeta.
Siguieron unos días con la
climatología típica de aquellas latitudes: primero los cielos aborregados que
preceden a las borrascas y el borroso paisaje bordado de cottages, luego el tamborileo de la lluvia en los cristales y los arborescentes
campos anegados por las insubordinadas aguas del Loira desbordado. Aprovechamos,
pues, para callejear por el centro de alguna de las ciudades más cercanas con
la intención de mirar boratijas (una amalgama inabordable que incluía desde
manufacturas de Borneo hasta reproducciones de la plaza de Tábor, flores de
eléboro negro, herramientas de arboricultura o el cimborio de la catedral de
Santiago) en los venderetes extendidos a bordo de las plazas, eso sí,
desprovistos del alboroto y de la elaborada verborrea meridional. Sin embargo,
el contacto con los aborígenes, y hasta la atención que les prestamos, fue
ciertamente inapreciable, dada su naturaleza particularmente insípida, fuera de
alguna señora con peinado arboriforme y de lengua de víbora, porque es difícil
encontrarse con algún notorio alborotapueblos (allí el alcoholismo es
silencioso) y las calles se despueblan pronto a causa del característico horario
laboral boreal.
Por fin el tiempo mejoró y nos
sorprendió tanto ver al fin el sol en aquellos regiones hiperbóreas que
decidimos hacer una excursión a pie por las inmediaciones de La
Chapelle-Saint-Florent, que así se llama el lugar donde ahora habitan los Bor.
Yo esperaba entonces ver aparecer a la señora Bor calzada con unos borceguíes
laboriosamente abortonados y un gorro con borlas y al señor Bor a juego y con
un tambor y un emperifollado bordón para marcar el paso, pero para mi sorpresa
aparecieron vestidos en su forma humana. Inhumano, en cambio, fue el paseo.
Agua a babor, a estribor agua, y allá en el frente más agua. Pese al soberbio
espectáculo del curso del Loira y los notables ejemplos de arquitectura
nobiliaria del recorrido, acabamos de barro hasta las cejas.
Pero no quiero hablar de eso
hoy. Este es más bien un relato de interiores. Aunque no puedo refutar que la
caminata fue divertida, pesa más el imborrable recuerdo de los constantes
intentos de soborno de la señora Bor por recibir las atenciones de su borazón,
el señor Bor, la borma de su zapato, que no he visto jamás poner reparo alguno a
concedérselas (sería imborcebible), o sus borboritos matinales aún aborujada en
albornoz, con ese alborozado borboritmo tan particular.
En cuanto al boruquiento señor
Bor, lo veo aún abordando alborozado la meticulosa destrucción de su vivienda, de
pronto desborazonado al encontrar un material inesperado, corroborando una
sospecha, abortando un nuevo intento, descubriendo un empapelado indeboroso
bajo el yeso, qué borbaridad, imaginando ya en una fantasía cada vez menos
borosa el final de los primeros sinsabores, los muros recompuestos, las puertas
bornizadas, la colaboración definitiva de la materia, la subordinación al fin de
la forma a la razón y hasta pequeños bortotipos de borespecímenes apenas
bordiciendo algunas frases y borreteando bor el jardín.
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