Abril de 2014
La memoria es una mera
ficción de identidad. Somos lo que queremos recordar. Un sucedáneo, un borrador
lleno de tachaduras, de tergiversaciones, un mecanismo que únicamente se
detiene un poco después de comprender que estamos a punto de ser una nueva
fantasía insoportable: la memoria de los otros. Un espacio en el que ya no
somos aquellos que quisimos ser sino los que quisieron que fuéramos. Es por eso
que sigo escribiendo, antes del final, para ser dueño por una vez –y sé que eso es
imposible− de mi pasado.
Pero un relato minucioso de estos últimos meses con Ana
insistiría demasiado en la lujuria que se obstinó en las camas, las alfombras,
las ásperas paredes, las butacas, los suelos fríos y desnudos de tantas
habitaciones. Los dos amantes se asombrarían mutuamente, explorarían formas de
amor desconocidas, comenzarían a tachar algunas fechas del calendario, a
olvidar los convencionalismos más usuales, las rutinas, los métodos, las
palabras acostumbradas. La historia también acumularía escenas semejantes a las
de cualquier otra pareja, la impaciencia y la ansiedad de las primeras citas, más
tarde las pequeñas peleas que siempre se resuelven de la misma forma, el
significado –nuevo para mí− de los celos. Se oscurecería al progresar hasta la
aparición de las primeras sospechas que me obligaron a poner atención en las
semejanzas entre los dos, en esa sensación de déjà vu. Aunque no puedo asegurarlo con total convencimiento,
insinuaría que yo supe interpretar correctamente los indicios desde un primer
momento y que preferí ignorar las consecuencias. Pero no ocurrió así. Yo estaba
enamorado, no podía hacer nada. Nadie en mis circunstancias hubiera considerado
posibilidades tan remotas. Incluso en ese caso no las habría tomado en serio.
Salvo alguna imprudencia –Ana era muy joven y muy guapa− y
la transgresión de mis propias normas –he escrito «amor», que las incumple
todas− la narración no incluiría probablemente ninguna aberración. El problema
es, sin embargo, que prescindiría deliberadamente de algunos detalles
significativos. Pondría énfasis en el primer encuentro, en la sugestión de las
casualidades y de las mágicas repeticiones, y en cambio encubriría la
percepción legítima de que lo que parecía un paso hacia adelante no era en
realidad más que una vuelta a los inicios, al mismo origen de todo.
La historia aspiraría a que el desenlace fuera satisfactorio
y por eso descartaría algunos episodios intermedios. Como mucho, optaría por un
final abierto o inacabado. Pero lo cierto es que aquella muchacha que se vestía
con indolencia para alargar las despedidas acabaría dejando al desnudo una
escena mucho menos amable: mi propia imagen en el último año de instituto
conspirando inconscientemente contra mí mismo.
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