Abril de 2014
No inicié mi relación con
Ana con el objeto de resarcirme de mi... ¿puedo llamarla en rigor, a la luz de
lo que ahora sé, última «víctima»? Tampoco me movía esta vez ningún interés
económico. Ana no estaba casada ni tenía ninguna relación amorosa que pudiese
quedar comprometida. Vivía con su madre y su hermano, me había dicho el primer
día, y con una prima acogida de forma casi permanente. No eran ricos, desde
luego. Y en cuanto a ella, era joven, jovencísima, tanto que si alguien corría
algún riesgo, era únicamente yo mismo.
Contra mi costumbre, empecé a verme con ella sin ninguna
premeditación –era muy joven, como he dicho, muy guapa y algo misteriosa, tres
cosas que invariablemente siempre he evitado porque es arriesgado llamar
demasiado la atención en mi negocio− y sin ninguna expectativa. Una curiosidad
indefinida. Ni material ni erótica. El capricho, como mucho, de confirmar que
los acontecimientos iban a sucederse de la manera habitual, independientemente
de las circunstancias. Pero de pronto me descubrí preocupado por la aparente
autenticidad de las cosas que decía, mirando el reloj de manera compulsiva cada
vez que se acercaba la hora de una cita. Me resultaba legítimo ese estado de
impaciente emoción semejante al de un niño a punto de abrir sus regalos
navideños.
Sin demasiadas objeciones, conjeturé que no me costaría
acostumbrarme: las confesiones se producirían con abierta espontaneidad, olvidaría
la antigua necesidad de la propia suplantación y de fingir algún talento
imaginario, no me serían ajenas la soñadora improvisación y la lúcida esperanza.
Compañía, afinidad, consuelo. Puede que incluso el proyecto de una vida más simple,
más corriente.
Al fin llegó la hora de pasar de la suposición a la
evidencia, pero no me detuve ni me quedé sin saber qué hacer. Entonces dejé que
mi corazón bombease sin desconfianza la sangre que la pasión requiere. Renuncié
a considerar los elementos de que está hecho el amor: la postergación de la
realidad, la suspensión transitoria de la objetividad acerca del otro, el
olvido de lo que uno mismo es, y de lo que ha hecho y de lo que es capaz de
hacer. Concesiones insignificantes que resultaban recompensadas con creces por
ese sentimiento extraordinario que yo ya estaba experimentando intensamente. El
triunfo, tantas veces imaginado, de nombrar legítimamente lo que antes solo
había sido una estrategia dirigida, un instrumento deliberado de una emoción
ajena y despreciable.
Escribo en pasado. Disciplinadas palabras que se someten
resignadamente a los hechos y que se ponen al servicio del tiempo, que requiere
sucesión y que, desde el punto de vista de la memoria, solo se alimenta de
límites.
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