Abril de 2014
Ahora sabemos que el mundo no
existe para nosotros. Pero cuesta pensar que el universo nos ignora, que cada
cosa que sucede, que nos sucede, no pretende ni nuestra aprobación ni nuestra
condena. La costumbre de considerar la realidad y nuestra conducta como una
sucesión de efectos y de causas entrelazados nos anima a situarnos en el centro
de ese mecanismo y a creernos con frecuencia creadores en lugar de simples
marionetas de un proceso que no entendemos.
Ese es el origen del error: la busca de un propósito para
todo. El problema es que pensamos siempre desde el final, cuando las cosas ya
han ocurrido. Si indagamos entonces cuál es la causa primera, tendemos a
identificar un acto, una decisión concreta. Para darnos importancia como
sujetos, siquiera pacientes, juzgamos que “aquello” fue el principio de “esto”,
porque la cordura desaconseja insinuar el destino. Bien mirado, mientras no
logremos enunciar una fórmula de predicción del futuro, lo mismo da.
Pero calcular minuciosamente los posibles resultados de cada
uno de nuestros actos anularía nuestra voluntad. El conocimiento del futuro
convertiría la vida en algo superfluo, como la ejecución de un experimento
cuyos efectos ya han sido probados. Por eso imagino con frecuencia a Dios como
un maestro que deja jugar a sus alumnos en un laboratorio y que se aburre
eternamente contemplando tanto sus fracasos como sus logros porque sabe que no
descubrirán nada nuevo. Solo la ignorancia, pues, nos mantiene vivos. No darnos
por vencidos y seguir actuando con la esperanza de que las cosas salgan como
esperamos es, por otro lado, un comportamiento del todo insensato.
Conocí una chica en el último año de instituto. Yo era nuevo
allí, tenía un acento extraño en esas tierras y desconocía la reflexión. A ella
le gustaban mis maneras extrañas pero desaprobaba mi imprudencia. Acaso fuera
completamente al revés. Yo la quise enteramente por un tiempo, tal vez más. Pasamos
juntos buena parte del verano. Sabíamos que no habría otro y quisimos
divertirnos. Paseamos largamente hasta perder la ciudad de vista, nos
emborrachamos, fuimos a conciertos, hicimos el amor, a veces todo ello a la
vez, nos despedimos porque ella se iba a estudiar a Madrid y yo –aún no lo
sabía− iba a heredar lo suficiente y a obtener la decepción necesaria como para
no querer ni tener que hacer nada.
[...] y al final, es curioso cómo lo que más detestamos de
nosotros mismos es lo que mejor nos define, y que evocamos aquello que fuimos
sin darnos cuenta de que nunca hemos dejado de serlo, aquello que perdimos sin
advertir que o nunca nos perteneció o siempre lo tuvimos al alcance de la mano.
[...]
No me quejo, por eso, de la mala suerte ni de las decisiones
equivocadas. Lo que sí me atormenta es la inobservancia de mis propios
principios, la confusión de estos últimos meses y la ceguedad –hipócrita y
sincera a la vez− ante los indicios. Años de escepticismo no me han librado de
ese amor que he rechazado –¿o tal vez lo he buscado?− siempre. Contra mi propio
diseño de la obra, he acabado siendo autor y protagonista de un drama
sentimental. Solo faltaba una música de fondo, un plano extenso del entorno
pastoril, un perro en el jardín, ¡niños!, el cómodo albornoz, el fuego
acogedor, llegué a pensar. La vida familiar, la satisfactoria insignificancia cotidiana.
No habría engaños, no habría decepciones, no habría cartas amenazantes, los
besos serían silencios confiados, no saliva envenenada.
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