Sé que empezar explicando
una metáfora va del todo contra el buen gusto, y más si la metáfora es tan
obvia. Evidenciar las propias carencias, en cambio, tiene tradición. Si declaro
que no me faltan las ideas pero sí las formas, tal vez esté fabricando una
disculpa un tanto altanera; sin embargo, una vez tolerada esa frívola jactancia,
ya puedo consentirme también seguir con la glosa de la metáfora.
Letras disímiles.
No hay una igual a la de otro. Sé que resulta raro afirmarlo en plena era digital
pero precisamente las nuevas tecnologías han acentuado las diferencias —como en
general nuestro tiempo ha agrandado las distancias entre todos nosotros. Casi a
diario nos vemos obligados a escribir alguna cosa a mano, a pesar de que hemos
perdido la costumbre de adiestrar la buena letra y la ortografía. Una pequeña
nota cotidiana, un nombre, una idea volátil que atamos de forma apresurada en
cualquier trozo de papel o en la mano con la que no escribimos. Lo más
asombrosamente disímil no está, de todos modos, en que cada uno tenga su propia
letra, porque todos somos diferentes. De aquí a caer en la superstición de la
grafología solo hay un paso... el primero después del borde de un precipicio.
Además, no quiero hacer una exaltación de la diversidad —¡los tópicos y las
tipologías humanas son tan útiles!— y tampoco creo en la igualdad, esa
invención burguesa para aprovecharse de los desposeídos. Mi metáfora en realidad
va por otro lado, menos ecuménico, más íntimo.
Las cosas que nos suceden o que percibimos y sobre todo las
personas que conocemos o con quienes nos cruzamos, dejan un trazo desigual en
nuestra memoria. Es como si cada una de ellas escribiese en nuestra mente su
propio fragmento. Pedazos —la memoria está hecha de ellos— de letras disímiles.
A veces se trata de caracteres bien cuidados, elegantes, que llenan largos
párrafos, otras son un garabato que solo entendemos nosotros, otras una simple
abreviatura, otras un borrón repugnante que se niega siempre a desaparecer del
todo porque exigió demasiada tinta.
Todos somos conscientes de ello: alguien con quien apenas
compartimos un día, unas horas, unos minutos, o a quien solo vimos de lejos,
como Dante a Beatriz, deja unas líneas imborrables. En cambio, hemos olvidado
por completo a muchos, en mi caso a la mayoría, de nuestros compañeros del
instituto y de la facultad, a los profesores, a casi todos nuestros vecinos, si
es que llegamos a advertir que existían, y a veces —la memoria es piadosa— a algunos
de nuestros amores y de nuestros familiares.
De eso quiero hablar, de esas letras disímiles trazadas, o
trazándose, en mi memoria. Como disidente de tantas patrias ridículas y seguro
detractor y fugitivo de las que me acojan en el futuro, los nombres no tienen
demasiada importancia, pero imitaré el ejemplo de alguien cuya mano aún no se
alzado de la página que escribe en mi memoria y cambiaré algunos. O haré lo que
me plazca.
Andrei
Distrievich
2 comentarios:
No entiendo, Andrei, ¿qué quieres cambiar? ¿algunos nombres? ¿Cómo son esas letras que todavía alguien escribe en tu memoria?¿No tienen importancia esos nombres que han dejado en ti letras disímiles? ¿Da igual una patria que otra puesto que no crees en ninguna?
No sé si entiendo algunas de tus preguntas, porque ya las explicaba en el texto. En el mismo orden de tus interrogaciones: Eso. Tal vez algunos nombres. Disímiles. Los nombres, no, no tienen importancia, ni los de las personas ni los de las cosas, salvo que tengas una fe mágica en el lenguaje. Y no, no digo que lo mismo dé una patria que otra, sino que todas son igualmente ridículas, o si se prefiere, que les pasa lo mismo que a los nombres: detrás de la palabra "rosa" no hay una rosa, solo la fe de los hablantes de una lengua. La patria, pues, es una fe irracional en lo intangible, un cielo para algunos, un infierno para otros, según la patria que tenga cada cual.
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