Años después, cuando volví a
encontrármelo, en la Facultad de Derecho de Valencia, había dejado atrás muchos
de sus escrúpulos, y aunque seguía siendo un capullo, se hacía más difícil
odiarlo porque la repulsión que sin duda seguía despertando iba unida ahora a
cierta dosis de compasión.
Habíamos ido juntos a la escuela primaria durante un curso,
en primero de EGB, cuando teníamos seis años. No tengo imágenes demasiado
claras de aquella época, o al menos muy pocas que pueda referir íntegramente.
De él, solo tres cosas.
La primera, su resistencia a contestar cuando le
preguntaban. «Estoy cavilando», era su respuesta invariable, y eso únicamente
cuando la impaciencia del aspirante a interlocutor ya había tenido que repetir
la pregunta. Agotaba la paciencia de cualquiera, claro, incluso del resto de
los niños, que no nos atrevíamos a levantar la mano en pleno proceso meditativo
y percibíamos además la tensión creciente del adulto que presidía la clase y
que en aquellos tiempos aún era el juez, la ley y su ejecutor.
La segunda, que fue quien me confirmó que los Reyes Magos
eran un fraude. «Los Reyes son los padres», me dijo, y aunque yo ya no veía
todo ese asunto nada claro porque había reconocido al vecino, torpemente
disfrazado –la barba ya sabía yo que no era postiza− y algo ebrio, entrando en
nuestra casa con los tradicionales regalos la Navidad anterior, la frase de mi
amigo, pronunciada camino del colegio a casa, bajo el cálido sol de junio y sin
que viniese a cuento, me desconcertó.
Creo que aquello fue el origen de lo que me dijo antes de
nuestro reencuentro, en la tercera escena que recuerdo: «tú y yo, nuestras
familias, no somos de la misma clase y no podemos hablar más». Fue en la última
semana de curso, frente a su casa, hasta donde lo acompañaba cada día de clase
porque estaba de camino de la mía. Se había hecho un silencio incómodo antes de
esas definitivas palabras suyas y yo le pregunté. Que estaba cavilando,
contestó. Pues claro, qué otra cosa podía ser. Y luego aquello de que no éramos
de la misma clase, que me costó bastante de entender. Cómo no íbamos a ser de
la misma clase, si llevábamos todo el curso juntos. Y que si lo habían pasado a
primero A, quise saber, donde iban todos los niños bien vestidos como él,
pensé, pero ya no quiso responderme.
Cuando lo conté en casa, obtuve al menos una explicación del
comportamiento de mi amigo, aunque me resultara, por mi limitado conocimiento
del mundo, poco convincente. Mi madre había hablado con su madre sobre asuntos
navideños, sin necesidad −como he dicho, las limitadas dotes interpretativas
del vecino ya habían derribado uno de los pilares de mi inocencia− y sin ningún
provecho, porque en cualquier caso no había vuelta atrás. La charla no fue
bien, aunque no recuerdo los detalles, si es que llegaron a contármelos. Solo
entendí que mi amigo no me había dicho más que la verdad: su familia profesaba
la obstinada fe de los Testigos de Jehová y a nosotros, por simple tradición,
aún nos contaban entre los católicos; ellos eran ricos, nosotros pobres;
rehuían el trato con los extraños a su congregación y nosotros, siempre de
paso, no hacíamos ascos a nadie porque no teníamos tiempo de elegir demasiado
entre una mudanza y otra. Mi madre empleó toda la elocuencia de la que fue
capaz para aclarármelo todo y no puedo decir que recuerde ni una sola de sus
palabras. Mi padre, en cambio, pronunció únicamente una, y como solo en muy
contadas ocasiones le he escuchado decir un improperio su efectividad fue
inmediata y concluyente.
El curso siguiente ya no quedaba nadie para quien los Reyes
Magos fuesen un misterio. Aquel año hubo también, me explicaron, una tentativa
de golpe de Estado. Observé que mis padres se preocupaban por primera vez por
algo distinto a los peligros a que inconsciente o premeditadamente me exponía
en lo más alto de los columpios del único parque que había en el barrio. Un
cartel anunciaba que la casa de mi amigo se alquilaba y yo no había vuelto a
saber de él. Llegaron nuevos alumnos –aquella era una zona de las afueras, casi
marginal, a medio hacer y prácticamente sin asfaltar, y las familias procuraban
no quedarse demasiado tiempo−, ninguno, es cierto, con las capacidades
meditativas de mi antiguo compañero. Pero nadie preguntó por él. Muchos ni
siquiera lo habían conocido y el resto había empleado provechosamente el verano
en olvidarlo. Yo, lo confieso, pensé en él con rencor por algún tiempo. Pero a
esa edad las cosas duran poco y además solo estaba al principio de las
decepciones que me esperaban.
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