viernes, 30 de noviembre de 2012

Un poema de Pierce F. Oliver


Salvo los exiguos datos revelados por Richard Griffiths –crítico por otro lado poco interesado habitualmente en los aspectos biográficos– en su antología y conjunto de ensayos Many nameless: impossible generation, nada he encontrado de Pierce F. Oliver. Solo sé, por tanto, menudencias tales como que le fue prohibida la asistencia a clase en la universidad por presentarse “de forma habitual manifiestamente intoxicado por alguna o varias sustancias no determinadas”, que varios de sus amigos eran muy viajeros, a juzgar por las postales de Navidad remitidas desde diversos y cambiantes lugares por los mismos remitentes (según consta en una detallada relación confeccionada por el propio Oliver, según atestigua Richard Griffiths), que vivió desde pequeño y hasta el final de sus días con su tía, que lo acogió al quedarse huérfano, que era un conversador compulsivo y gracioso, un apasionado de la meteorología y, por último, en cuanto a su aspecto físico, lo más llamativo tal vez haya sido su completa inadecuación e inconveniencia a la hora de vestirse, siempre fuera de temporada, al margen de la moda y de las convenciones sociales.

En cuanto a su obra, el mismo Richard Griffiths emite una llamada de ayuda. Solo un libro publicado, My garden on the wall, de 1997, prácticamente inencontrable, y algunos textos sueltos en revistas de corta tirada e igualmente perdidas. Así, Griffiths, que reúne en su antología al menos cuatro o cinco textos por autor, limita a únicamente un poema la presencia de Pierce F. Oliver, acompañado, eso sí, de un intenso y esclarecedor escolio:

Un lobo con su aullido evoca arbustos
de más allá donde (perdido y solo)
las ratas y los cuervos se disputan
la podrida carroña de unos órganos
no aptos para el trasplante. Alguien recibe
secretamente su implacable paga
y alguien también, linterna en mano, entierra
su corazón mordido bajo un árbol.

Solo un lobo es testigo y solo el lobo
no había visto antes esta escena
en las afueras. No llora una niña
que se ata el cabello indiferente
con sus pequeñas manos, y que pronto
también tendrá ocasión de decidir
ser víctima o verdugo.
                                       No muy lejos,
en el centro, las calles están limpias.
Las mismas calles donde se alinean
las grandes casas de los poderosos,
de las familias cultas protegidas
durante el día por las leyes hechas
en nombre de los pobres, y que dictan
las reglas de este juego por la noche.


El encanto de su poesía, afirma Griffiths, se encuentra en su impresión de conjunto, pese al aspecto fragmentario de los textos, o precisamente por ello. Pierce F. Oliver, explorador de un territorio cuya topografía debe reescribirse cada día, inventa un nuevo lenguaje lírico para cada texto, como si lo que tiene que decir en cada ocasión estuviese naciendo precisamente allí y en ese mismo instante. De ahí tanto el fragmentarismo como el aire aparentemente descuidado de sus poemas. Para  Pierce F. Oliver, un verso, ni siquiera un poema completo, no es algo demasiado importante: se trata solo de la representación de algo que el poeta había imaginado mucho mejor.

Con frecuencia, escribe Griffiths, Pierce F. Oliver abunda en el realismo y la crítica social. Pero nada de manifestaciones ni de pancartas ni de sentimentalismos. No hay nada peor en la poesía lírica, continúa el crítico, que lo trágico, salvo si está presidido por la indiferencia.

Realismo, hemos dicho. Y sin embargo, la poesía de Pierce F. Oliver aparece invadida a menudo por imágenes surrealistas y contaminaciones de lo fantástico. Buen ejemplo de todo esto es el poema recogido en la antología de Richard Griffiths y reproducido aquí. ¿Qué significa ese lobo, depredador por excelencia en el imaginario europeo, que abre el poema? En un texto que trata del tráfico de órganos humanos, sería demasiado fácil establecer el simbolismo recurriendo a la conocida sentencia de Plauto, Lupus est homo homini, «el hombre es un lobo para el hombre», pero intuimos que se trata de algo más, y que el lobo y la niña que aparece después intercambian sus papeles en cuanto a inocencia y ferocidad. Resulta inútil inventariar todas las posibilidades hermenéuticas: «el significado de un animal en un poema nunca es más que la posición de su extravío», concluye Griffiths al respecto. De todas formas, los poemas de Pierce F. Oliver incluyen con frecuencia elementos completamente ajenos al tema del poema, como si en un cuadro entrasen de pronto los objetos y colores de la habitación donde está colgado. El resultado de todo ello es un inevitable juicio de extrema dificultad de su poesía, valorada habitualmente en términos negativos. «Los críticos sospechan, a menudo correctamente, que la extrema dificultad es el refugio de la esterilidad expresiva del poeta, pero a veces eso solo significa que el poema es demasiado difícil para esos críticos», afirma con mordaz ironía Griffiths. Y todo por esa intolerable necesidad de la crítica contemporánea de intentar encontrar respuestas para todo, como los niños pequeños. Pierce F. Oliver solo persigue lo contrario que la mayor parte de los poetas, no en vano herederos del romanticismo, que aspiran a la identificación con el lector. Oliver escribe como si el poema sucediera en otra parte donde ni el narrador lírico ni el narratario se han encontrado nunca, en una doble técnica de distanciamiento. Ese no lugar, ese no tiempo, esa literatura sin autor y sin lector, es el objetivo: «Algún día el ser humano conseguirá pensar en el silencio absoluto como un logro estético».


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