Esta
es seguramente la historia más insólita y divertida que nunca he oído.
Conocíamos a los Bor de un viaje a la villa de Liré, aunque también es cierto
que los tratábamos desde hacía ya un tiempo, que fue esa una de las causas –las
demás no vienen al caso– que acabó propiciando nuestra primera visita, ese
viaje que repetimos más de una vez más, y otras, y habíamos establecido con
ellos unos lazos íntimos, habíamos empezado a tratarnos con una naturalidad
tal, que lo amistoso se confundía con lo familiar, y ya no nos deteníamos a
considerarlo. Mi mujer y yo habíamos tratado con Monsieur Bor y su esposa tan
perfectamente como es posible tratar con alguien en circunstancias semejantes pero,
ya que tampoco puede decirse que fueran especialmente desfavorables o
peligrosas, en cierto sentido, igualmente podría afirmarse que no nos habíamos
tratado de ninguna forma (en concreto).
Supongo
que esta es una situación únicamente posible con italopolacos –aunque sé de
casos semejantes con hispanolituanos e incluso catalanopolacos–, de quienes,
hasta hoy, que me dispongo a aclarar lo poco que no he olvidado todavía de aquella
insólita y divertida cuestión, no sabía nada como combinación empírica, y sigo
sin saber, excepto lo que sé de los Bor. Hace tres meses no había estado nunca
en Liré y jamás había explorado a fondo el corazón de un italopolaco. De hecho,
si lo pienso con detenimiento, tal vez nunca lo haya explorado nunca
verdaderamente, porque la verdad es que lo que uno busca y lo que uno encuentra
casi nunca son la misma cosa, aunque sí que es verdad que he estado muy cerca,
hasta que una pequeñez, una insignificante desgracia de dimensiones extraordinarias,
interrumpió nuestra... Pero eso es otra historia, o lo parece, o no quiero
desviarme demasiado del tema.
La
señora Bor tenía una obstinada fijación por aquellos a quienes, con su gracioso
acento polaco –tengo que admitir que no sé en qué consiste tener acento polaco,
pero he llegado a deducir que, siendo ella polaca, deber de ser el suyo–, con
su acento polaco digo, que es gracioso sobre todo porque parece etílico, no se
cansa de llamar –y lo dice en español porque me parece que le gusta la jota,
aunque nunca lo ha admitido abiertamente– pijos,
pijas. Y es curioso, y no deja de
serlo por más que analizo la cuestión, porque a veces yo he pensado que también
ella es un poco pija. Pero, bueno, es diferente. Es pija de una manera natural,
asertiva, como puede serlo una rosa sobreviviente a un tardío temporal de
viento y nieve en un jardín completamente arrasado, o como puede serlo también
un pequeño patito que se echa a nadar en un estanque por libre, mientras su
mamita lo llama al orden desde la orilla. También es curioso porque uno de sus
escritores favoritos, a quien no para de citar –recuerdo por ejemplo, así, a
bote pronto, aquello de que “la comicidad se vuelve impredecible cuando se
despliega más allá del seno sagrado del hogar”–, su compatriota Tadeusz
Twarzjajkowski, es también bastante pijo, y uno de los más entrañables amigos
de los Bor, a quien se refiere precisamente esta historia que quería contar y
que finalmente dejo para otro día, porque se me está haciendo tarde, es
también, a su manera, un poco pijo.
La historia que, como digo, ya contaré, me la refirieron los
mismos Bor hace un tiempo, aunque he tenido que hacérsela repetir tantas veces,
debido a mi mala memoria y mi escasa habilidad para referir cualquier historia
de un modo ordenado, que ahora que por fin he resuelto narrarla, y para no incurrir
en estos mismos defectos, me da cierto apuro volver a pedirles que me la
cuenten. Pero confío en su enorme benevolencia y en su adorable pasión por
contar historias, que creo que me han contagiado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario