sábado, 7 de enero de 2012

El arco y la lira


No me trajeron nada los Magos, nada de lo que yo había pedido. Cierto que esta vez no había pedido nada para mí (miento un poco, tal vez, porque sí me trajeron ese libro que había señalado con la emoción de un niño), y eso complica las cosas porque lo que uno desea para los demás no es lo mismo que los demás desean para sí mismos y eso, incluso sin sobrepasar el restringido ámbito del intercambio de regalos navideños, hace las cosas bastante difíciles.
Me trajeron cosas que, si bien no necesito, no dejan de gustarme, y me trajeron, además, algo que yo no había pedido y que no por previsible dejó de cogerme por sorpresa. Siempre ocurre lo mismo. El tiempo pasa y se consume o se acumula, según la visión de cada cual, pero uno no se da cuenta de forma constante sino de golpe, en un momento. Sucede igual por lo que respecta a las consecuencias físicas (una arruga que ha ido lentamente formándose pero que se descubre de pronto frente al espejo o en la mirada de un amigo al que hace tiempo que no vemos) que a las psicológicas. Un día, todo lo vivido durante unos años o unos meses se presenta como recuerdo un muchas veces confuso amasijo de recuerdos que nos hacen mayores (sí, los recuerdos más que las propias vivencias) instantáneamente.
Así me ha pasado estos días, y no porque hayamos llegado al final de otro año y haya hecho examen de conciencia ni una lista de buenos propósitos ni ninguna de esas mamarrachadas que publicitan como un espot más los medios de comunicación, sino porque me parece haber llegado a algún sitio o haber vuelto, y no me reconozco, como aquél que regresa de un viaje demasiado largo sin saber dónde fue, que ha escrito el mexicano Benjamín Valdivia.
Lo hecho, hecho está, y por eso el arrepentimiento es ingenuo e inútil, cuando no simplemente hipócrita. Me inquieta más el futuro, pero más por la curiosidad que por el miedo o la incertidumbre. Me espera alguna decepción, o muchas (pero estoy acostumbrado), alguna alegría tal vez, tentaciones que ya me acechan y otras que aún no sospecho, con la seguridad de que no podré (ni en el fondo querré) resistirme a todas ellas. Seré algunas veces lo mejor que puedo ser, y otras, las más, lo peor, y por eso quiero decir, con el cordobés Ibrahim Ben Utmán, que

Hay que estar serio unas veces y otras dejarse emocionar:
como la madera, de la que sale lo mismo
el arco del guerrero que el laúd del cantor.

Pero hoy, que solo tengo la madera, el tiempo que ha de llegar y que aún no se deja trabajar para ser el arco del odio o del deseo o la lira de la melancolía o la desesperación, dejo ya de lanzar torpes suposiciones y me entrego (voy a acabar con una cursilada) a los brazos de mi soledad, la íntima soledad en la que siempre estamos todos, sin la cual estaría aún más solo.

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