sábado, 9 de noviembre de 2013

Andrés Neuman


Sobre Andrés Neuman se ha escrito mucho y se ha pensado poco. Suele pasar. La crítica literaria –donde concurren tantas deudas de agradecimiento, tantas manías, tantos tópicos, tantas enemistades, tantas ganas de figurar, tanta mera indigencia– se entrega con facilidad a esta costumbre.



         Neuman es un gran escritor en el sentido en que lo fueron también García Lorca (sin quererlo del todo, post mortem) o Neruda (muy calculadamente): es mediático, es un gran comunicador. Tiene algo, además, que aunque con fecha de caducidad juega mucho a su favor: no es un viejito achacoso y medio ciego. Neuman surgió como todo un niño prodigio (mejor opción que la de ser un poète maudit), y a su edad (tiene ahora 36 años) ya ha escrito mucho, ha ganado una buena cantidad de premios y ha dado que hablar por extenso. A pesar de esto último –un poco mejor que no ser citado en absoluto– Andrés Neuman sí vale la pena. Yo lo conozco sobre todo como autor de cuentos breves y hábiles, de artículos a veces demasiado urgentes, desiguales, y de una poesía directa e inteligente que alcanza la conmoción con facilidad, demasiada facilidad. Tengo pendiente la lectura de sus novelas, en las que imagino encontrar los mismos altibajos, el vaivén entre la brillantez y el descuido.

         Sea como sea, Neuman no deja nunca indiferente, y aunque tal vez escribe demasiado, sus dotes literarias obligan a tomar muy en serio el juicio emitido sobre él por Roberto Bolaño: “Tocado por la gracia. Ningún buen lector dejará de percibir en sus páginas algo que sólo es dable encontrar en la alta literatura, aquella que escriben los poetas verdaderos.” (Roberto Bolaño, Entre paréntesis). Un par de ejemplos, uno de su prosa y otro de su poesía, acabarán tal vez de convencer al lector:

Lugar

Después de una jornada de trabajo en una ciudad extranjera, en vez de regresar a mi provisional refugio, en lugar de volver a mi lugar, me sorprendo haciendo algo sigilosamente anómalo: me dirijo a otro hotel cercano al hotel donde me alojo, ceno con demora y me quedo leyendo en el lobby hasta muy tarde. Como mi comportamiento resulta absurdamente natural, nadie hace preguntas. Me dan las buenas noches y hasta me ofrecen té. Por un instante siento una desdibujada euforia que se parece al extravío, un extravío que se parece a la levedad. Intuyo entonces cierta lógica en este minúsculo desplazamiento. Como en una cadena migratoria, acabo de convertir mi anterior hotel en mi casa, y el siguiente hotel en un hotel. Quizá la hostelería sea eso: una mudanza de la perspectiva. La edificación de una distancia con respecto al hogar. Hay una especie de patria en la huida. Al final de esa huida, ahí, cruzando la frontera de sí mismo, alguien desnudo se da la bienvenida.

(Del blog Microrréplicas, de Andrés Neuman, 29 de mayo de 2013)


Te pesan las costillas y la nuca
y te pesan las horas, el aire trepa y cae por dentro de tu pecho,
se crece en espiral, tu mano imprime surcos en la piel arenosa...
No te estás extinguiendo, estás tan vivo
que has comprendido el hueco de la pérdida.

Igual que un casco
volcado por el gesto de un soldado al que asombra
la música de sangre de su propia metralla,
así pierdes el odio y queda a tus espaldas, entre el fango.
Tus costillas, antílope, esconden un reloj:
te preguntas quién pudo darle cuerda.

(De La canción del antílope, Pre-Textos, Valencia, 2003.)

A. Distrievich

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sí, Lo leeré

Andrei Distrievich dijo...

Si te gustó, podés saber más acá:
http://www.andresneuman.com/curriculum.htm