Miércoles, octubre de 2011
Si estuviera en disposición
de decidirlo por mí mismo, seduciría poco, poquísimo y, solamente grosso modo, desenfadadamente, sin
premeditación. Escogería, eso sí, y aunque resulte paradójico frente a lo que
acabo de decir, las condiciones más oportunas. Quiero decir –y esto resuelve la
aparente paradoja– cuando estuviera libre de los efectos turbadores de la
ebriedad o de la urgencia del apetito sexual o de cualquier sentimiento que me
distrajera de ese objetivo de seducir –y consiento ahora una nueva paradoja,
esta vez sin solución– distraídamente. Me aplicaría entonces a seducir sin la
más mínima metodología, a paso de tortuga o a mata caballo, sin importarme si
me llevo gato por liebre o un lobo con piel de cordero, en días soleados y con
un tiempo de perros, como una cabra pero sin ser nunca un gallina, a gatas,
pegándome como una lapa, cortando el bacalao, comportándome como un cerdo o
como un gusano, más terco que una mula, listo como un lince o burro como un
burro, a lo bestia, como un toro.
Exagero, claro, y solo hablo por diferir la aceptación de la
evidencia, porque soy consciente de que vivir sin seducir es imposible, es
absurdo, un disparate, una ridiculez. Y, puestos a seducir, hacerlo hasta la
saciedad y con obstinación y entusiasmadamente y con asiduidad y buscando
siempre el camino más rápido y el más eficaz y el menos peligroso, es lo más
razonable. Reconozco que en esto último se encuentra el punto comprometido de
mi exposición. Pero ¿cómo si no podría considerarse seriamente este asunto?
Seducir implica, por fuerza, examinar con atención el vasto conjunto de eventualidades
que pueden participar en el proceso, las consecuencias, los riesgos, los fracasos,
los desenlaces fatales –a veces derivados del éxito– susceptibles de trastornar
significativamente la vida y la personalidad tanto del seductor como del
seducido. Pero esto solo es aplicable a los seductores profesionales, no a los
vocacionales.
Hago uso de expresiones generales y neutras,
intencionalmente imprecisas, porque no pretendo teorizar sobre la seducción (no
soy un seductor, repito, pero tampoco un filósofo) y porque quiero además dejar
claro que soy consciente de la diversidad de posibilidades, más allá de mi
propia experiencia, que a cualquiera en una situación similar a la mía pueden
presentársele. En cuanto a mi propio conocimiento práctico, ya lo he insinuado,
no tengo método. Escribiré, eso sí, cuando lo crea conveniente, sobre algunos
hechos concretos, pero nada más lejos de mi propósito que exponer un manual de
amor. Como el impulso de seducir, el de razonar y el de escribir sobre lo
razonado se parecen a una avenida interminable con múltiples intersecciones,
todas ellas sin salida. Cuando uno llega a esta conclusión, ya no resulta tan extraordinario
un hecho, un paso determinado, ni siquiera el camino mismo: lo que importa es
seguir en pie, inclinar el peso hacia la derecha, hacia la izquierda,
sucesivamente. La espiga nace de otra espiga de otra espiga de otra espiga. Tras
la puerta hay otra puerta y otra puerta y otra puerta... Nadie puede decir al
final de qué lado del laberinto se encuentra realmente, ni si su centro está en
todas partes y sus límites en ninguna.
Vivo así en un movimiento perpetuo en que no interesan tanto
los avances y retrocesos como las oscilaciones de las circunstancias, los besos
concedidos sin premeditación, las amadas imperfecciones de una piel ya
confiada, ese cuerpo desnudo, no la abstracta desnudez. Y sobre todo, los
contratiempos: ese coito desacompasado como un verso truncado, ese coqueteo
banal e intrascendente como una rima fácil, esa relación cenagosa como un adjetivo
impreciso. No advierto disimilitudes entre los desafíos del poeta y los míos. Un
problema de ritmo o de gusto o de oportunidad. El crítico de la existencia del
seductor y el biógrafo de la obra del poeta percibirán con facilidad la misma
tensión de fondo, la misma impaciencia, el idéntico vértigo ante la infinitud y
no discutirán de superficialidades: el exceso de retórica del seductor o la
ausencia de lirismo del poeta. La poesía, a fin de cuentas, es solo la poesía.
Lo que interesa es esa muchedumbre de exigencias personales, esa íntima
necesidad –de ningún modo estética, y nada más alejado del narcisismo del seductor de
Kierkegaard– de ser poeta, de ser un seductor.
11 comentarios:
Uno se queda inmunizado después de haber sido seducido por este tipo de seductor.
Cómo se queda el seductor? No se queda, sigue buscando a quien seducir, como el que respira, come o..., a poder ser sin consecuencias, para él, claro! Y por qué no? Después de todo seducir es un arte, como la poesía, por lo menos cuando se trata del arte por el arte, sin sentimiento, sin un por qué.
Plantea usted cuestiones que está fuera de mi alcance responder, si es que no posee ya las certezas y no busca respuestas.
Sobre lo primero que dice, tendría que hablar la experiencia de cada cual, salvo la de quienes, como yo, no la poseen, así que no puedo discutirle.
Sobre lo demás, en el caso que sea usted el mismo Anónimo de la entrada anterior, le remito a lo que allí escribí: "Lo que no le puedo decir, porque eso lo ignoro, es quién sale peor parado, si el toro o el torero", que utilizaba su misma metáfora para referirse al seductor y al seducido.
Lo cierto es que me encuentro tan desconcertado como el protagonista del diario. Como dije, no tenía noticia de ninguna referencia taurina en el diario del señor Sanz, y veo que el primer párrafo de esta entrada me contradice claramente. Así que ahora tampoco me atrevería a hacer más especulaciones sobre el desarrollo de las subsiguientes entregas de la historia.
Ahora bien, creo que al final de esta última el autor desvinculaba la actitud del seductor de toda intención estética, y de ahí el rechazo al planteamiento de Kierkegaard. El tipo de seductor al que usted parece referirse se corresponde más bien con la figura de Don Juan, muy diferente, me parece, al expuesto en este relato.
Atentamente,
Andrei
Sin ánimo de entrar en un debate acerca de la naturaleza de la seducción, del seductor ni del seducido, solo quisiera puntualizar que este "Diario de un seductor desconcertado" es solo una obra de ficción, como mi querido Andrei sabe sobradamente aunque sus comentarios parezcan sembrar intencionadamente algunas dudas al respecto. Ni siquiera recurriré al subterfugio de un escrito ajeno hallado casualmente.
Descreo del autobiografismo en literatura, casi una antítesis, y me aburre el realismo documental. Sin duda, cada cual puede hacer su lectura, sentirse inmunizado, seducido o incluso horrorizado, pero el protagonista de este relato no podrá oír ni su disgusto ni su aprobación.
Ya, pero y el toro? No se puede estar poniendo siempre la escusa de la literatura. O si? O una literatura sin sentimiento? Sin atreverse a vivir, ni a amar ni nada...
...la seducción. Nada es verdad. Todo Es ficción.
Yo no soy el último Anónimo.
Y yo soy ficción, desde el primer momento hasta el futuro minuto. Y soy mi narrador, y no he sido seducido por este tipo de seductor, y todo parecido con la realidad es pura casualidad.
Y sólo una cosa ha sido real ( porque realidad sólo hay una, no?, que no niveles, que ahí sí que hay dos: el inferior y el superior): el dolor de enamorarse en un hábitat donde la fina tela de araña que se teje es el resultado del juego del Arte de
Estimada Blancaneus:
me alegro de encontrarte otra vez por aquí.
Todo lo que planteas escapa totalmente a mi competencia, a mis conocimientos y aun a mi experiencia de la existencia y de la literatura. Normalmente, tanto personas como personajes se esfuerzan por reivindicar su condición real, así que reconozco que tu actitud es ciertamente original.
En cuanto a rechazar la identidad con el último "anónimo" (si es que se puede dar crédito a alguien que afirma que "nada es verdad"), ¿debería entender que eso supone una admisión de la autoría del primero? El estilo de ambos es sin duda similar e inconfundible.
En cuanto a la referencia al "arte de la seducción" ¿debo insistir por enésima vez que no es aplicable al protagonista del relato publicado aquí?
Por último, la personalización del tema del relato en tu propio personaje también me resulta incmprensible. Todo el mundo da por hecho que Blancanieves cayó en manos del lobo, no en una tela de araña. Y en este cuento, de todas formas, no aparecen ninguno de los dos.
Sí soy la autora De los dos comentarios De Blancaneus, aunque el último deberìa ser el penúltimo y viceversa ( pensé que Lo veríais). Pero no lo soy del tercer anónimo (sí del primero y el segundo).
Por otro lado, gracias. Yo también me alegro de que hayas respondido.
Blancaneus desde que Ha salido del cuento se mete en líos. Claro que no tiene nada que ver con Tu protagonista!Quizás se Ha sentido reflejada al recordar alguna historia y Ha hecho Su comentario.
En fin, esperaré la continuación De Tu relato y me abstendré De hacer comentarios.
Con cierto retraso leo tan interesante diario y los no menos intresantes comentarios. Alucino!
Todo es verdad o mentira, según el cristal...
Después de leer los dos primeros capítulos, alternando la lectura literaria con la filosófica de «Las estrategias fatales», creo pertinente la revelación de Baudrillard que aporta enjundia (acepción tercera de la R.A.E.) al proceso: "Todos los verbos tienen un modo secreto: detrás del indicativo y del imperativo, el seductivo."
Pues sí, la afirmación de Baudrillard es ciertamente ingeniosa y creo que el protagonista de este relato la asumiría sin reservas. Gracias, Salvador.
Publicar un comentario