Tiendo fácilmente a la
fantasía, lo reconozco, pero cuando se trata de asuntos importantes no me
desvío un punto de la verdad, me atengo escrupulosamente a los hechos que
conozco y los refiero sin ninguna pasión, como si no me afectaran. En todo caso,
si alguna de las cosas que cuento me llega a perturbar, o me expone a la cólera
o la melancolía, cedo entonces a la irresistible tentación de acomodar
discretos golpecitos con los talones en las patas delanteras de la silla, como
si espoleara a una cabalgadura, e imagino ante mí una graciosa muchedumbre de
descomunales gigantes que me increpan: «¡ven hasta nosotros y atrévete a decir
siquiera una mentira!».
No es extraño pues, dado mi desasosiego de aquella tarde,
que fuera el periodista quien moviera ficha primero. Yo ya estoy acostumbrado a
este tipo de entrevistas, y no me importa jugar con piezas negras. Sé que los
primeros movimientos son un mero tanteo, una toma de posiciones. Las verdaderas
amenazas llegan más tarde. Al principio, como mi postura es siempre invariable,
intransigente, prefiero estudiar de qué pie calza mi adversario. Por eso le
dejé empezar con una observación superficial acerca de mis bien llevados
cincuenta años, de mi delgadez –yo hubiera preferido esbeltez–, de mi afilado
rostro y, en suma, del extremado parecido con el retrato de la triste figura que
tanta fortuna ha tenido. Le contesté, sin concederme ninguna importancia, que
mucho ayudaban la calidad del aire de la estepa donde nací y he vivido, mis
sobrias costumbres alimenticias y mis hábitos castrenses por lo que hace al
sueño y al ejercicio físico.
A pesar de las muestras de completo desinterés que yo le iba
dando, el tipo no se daba por vencido y continuaba posicionando en el tablero
sus pesados peones, con halagos cada vez más torpemente disimulados y preguntas
menos inocentes, empeñado únicamente en su propósito: averiguar qué había de
verdad en todo aquello que se decía de mí. No dejaba de sonreír ni por un
momento, con esa mueca ancha, desorientada, falsamente entusiasta –y que tanto
nos aproxima al chimpancé–, que todos mostramos en las conversaciones
distendidas cuando, más allá de la agudeza de lo que acabamos de decir, nos
conmueve la musiquilla de nuestra propia voz sonando ante el momentáneo
silencio desconcertado de quienes nos escuchan, que interpretamos como un
aplauso, para volver de inmediato a la intrascendencia de la conversación. Me
resultaba simpático, tal vez por su simplicidad, precisamente. Y aunque su
cháchara incesante me parecía por momentos intolerable, la gracia con que
engranaba aquella extraordinaria cantidad de frases hechas, de lugares comunes,
de sentencias, unida a su grotesca apariencia –menguada y ancha la nariz y la
estatura, el pelo crespo y una barba espesa que no conseguía encubrir los
excesos alcohólicos que sus mofletes pregonaban– lo convertían en un personaje
ciertamente entrañable. Así que cuando por fin me preguntó, aunque mi primer
impulso fue el de salirme por la tangente como había hecho muchas otras veces en
entrevistas similares, le respondí. Nada que me comprometiese demasiado, claro;
nada tampoco excesivamente estimulante, porque son cosas sobre las que ya me he
pronunciado sobradamente, pero sí le di al parecer información lo
suficientemente interesante para que al final se marchara satisfecho y me
dejara en paz. Lástima. Ya he dicho que me caía bien. Pero después de contarle
todo lo que quería saber seguía con la misma sonrisa pánfila del principio, y
era tarde, y se había acabado el whisky.
De todas formas, de nada sirvió que le asegurase que no leía
ciencia ficción desde adolescente, que yo mismo me deshice de esos libros
muchos años atrás –frente a lo que cuentan por ahí– en una librería de viejo,
todo para reunir un poco más de dinero y poder comprar un anillo de compromiso
–el primer paso de mi única verdadera locura– algo más digno, que jamás había
salido de nuestro querido planeta, ¿no sabían ya que suspendí seis veces las
pruebas de piloto?, que Rocinante no era el nombre de mi nave espacial sino el
de un viejo caballo, todo piel y huesos, que perteneció a mi padre, a quien ha
sobrevivido, y quién sabe si hará lo mismo conmigo porque no sé de qué vive ,
que casi no come, y no parece un caballo sino todos los caballos que serán y
los que han sido, que en definitiva todo no eran sino absurdas calumnias y
fantasías de mi ex, a quien por cierto jamás he llamado así como ella jura, o
perjura, nada más alejado de su carácter que la dulzura, lo atestigua uno que
la conoce bien, y que ha hecho escribir a ese infortunado novio suyo, el Cide
Hamete o como se llame, pero claro, yo lo entiendo, qué va a hacer si no un inmigrante
recién venido, por mucho licenciado en Historia que sea, y no le estorbo el
mérito, si no hay trabajo para nadie con los tiempos que corren.
De nada sirvió que le explicase todo. No tomó ni una nota.
No dejó de sonreír, como un niño que espera el final de un cuento mil veces escuchado.
Y, acabada la bebida, el pan comido,
compañía deshecha, me dijo como despedida, tomó sus alforjas, quiero decir
su carpeta y su mochila, y se marchó por la puerta, asnalmente, como quien está
tan seguro del aislamiento de su isla que ya no se preocupa de mirar si vienen
barcos.
1 comentario:
Una delícia!
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