martes, 30 de septiembre de 2014

Diario de un seductor desconcertado, XII: Déjà vu


Abril de 2014

La memoria es una mera ficción de identidad. Somos lo que queremos recordar. Un sucedáneo, un borrador lleno de tachaduras, de tergiversaciones, un mecanismo que únicamente se detiene un poco después de comprender que estamos a punto de ser una nueva fantasía insoportable: la memoria de los otros. Un espacio en el que ya no somos aquellos que quisimos ser sino los que quisieron que fuéramos. Es por eso que sigo escribiendo, antes del final, para ser dueño por una vez –y sé que eso es imposible− de mi pasado.
         Pero un relato minucioso de estos últimos meses con Ana insistiría demasiado en la lujuria que se obstinó en las camas, las alfombras, las ásperas paredes, las butacas, los suelos fríos y desnudos de tantas habitaciones. Los dos amantes se asombrarían mutuamente, explorarían formas de amor desconocidas, comenzarían a tachar algunas fechas del calendario, a olvidar los convencionalismos más usuales, las rutinas, los métodos, las palabras acostumbradas. La historia también acumularía escenas semejantes a las de cualquier otra pareja, la impaciencia y la ansiedad de las primeras citas, más tarde las pequeñas peleas que siempre se resuelven de la misma forma, el significado –nuevo para mí− de los celos. Se oscurecería al progresar hasta la aparición de las primeras sospechas que me obligaron a poner atención en las semejanzas entre los dos, en esa sensación de déjà vu. Aunque no puedo asegurarlo con total convencimiento, insinuaría que yo supe interpretar correctamente los indicios desde un primer momento y que preferí ignorar las consecuencias. Pero no ocurrió así. Yo estaba enamorado, no podía hacer nada. Nadie en mis circunstancias hubiera considerado posibilidades tan remotas. Incluso en ese caso no las habría tomado en serio.
         Salvo alguna imprudencia –Ana era muy joven y muy guapa− y la transgresión de mis propias normas –he escrito «amor», que las incumple todas− la narración no incluiría probablemente ninguna aberración. El problema es, sin embargo, que prescindiría deliberadamente de algunos detalles significativos. Pondría énfasis en el primer encuentro, en la sugestión de las casualidades y de las mágicas repeticiones, y en cambio encubriría la percepción legítima de que lo que parecía un paso hacia adelante no era en realidad más que una vuelta a los inicios, al mismo origen de todo.
         La historia aspiraría a que el desenlace fuera satisfactorio y por eso descartaría algunos episodios intermedios. Como mucho, optaría por un final abierto o inacabado. Pero lo cierto es que aquella muchacha que se vestía con indolencia para alargar las despedidas acabaría dejando al desnudo una escena mucho menos amable: mi propia imagen en el último año de instituto conspirando inconscientemente contra mí mismo.

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