domingo, 5 de octubre de 2014

Diario de un seductor desconcertado, XIII: Drama sentimental


Abril de 2014

Ahora sabemos que el mundo no existe para nosotros. Pero cuesta pensar que el universo nos ignora, que cada cosa que sucede, que nos sucede, no pretende ni nuestra aprobación ni nuestra condena. La costumbre de considerar la realidad y nuestra conducta como una sucesión de efectos y de causas entrelazados nos anima a situarnos en el centro de ese mecanismo y a creernos con frecuencia creadores en lugar de simples marionetas de un proceso que no entendemos.
         Ese es el origen del error: la busca de un propósito para todo. El problema es que pensamos siempre desde el final, cuando las cosas ya han ocurrido. Si indagamos entonces cuál es la causa primera, tendemos a identificar un acto, una decisión concreta. Para darnos importancia como sujetos, siquiera pacientes, juzgamos que “aquello” fue el principio de “esto”, porque la cordura desaconseja insinuar el destino. Bien mirado, mientras no logremos enunciar una fórmula de predicción del futuro, lo mismo da.
         Pero calcular minuciosamente los posibles resultados de cada uno de nuestros actos anularía nuestra voluntad. El conocimiento del futuro convertiría la vida en algo superfluo, como la ejecución de un experimento cuyos efectos ya han sido probados. Por eso imagino con frecuencia a Dios como un maestro que deja jugar a sus alumnos en un laboratorio y que se aburre eternamente contemplando tanto sus fracasos como sus logros porque sabe que no descubrirán nada nuevo. Solo la ignorancia, pues, nos mantiene vivos. No darnos por vencidos y seguir actuando con la esperanza de que las cosas salgan como esperamos es, por otro lado, un comportamiento del todo insensato.
         Conocí una chica en el último año de instituto. Yo era nuevo allí, tenía un acento extraño en esas tierras y desconocía la reflexión. A ella le gustaban mis maneras extrañas pero desaprobaba mi imprudencia. Acaso fuera completamente al revés. Yo la quise enteramente por un tiempo, tal vez más. Pasamos juntos buena parte del verano. Sabíamos que no habría otro y quisimos divertirnos. Paseamos largamente hasta perder la ciudad de vista, nos emborrachamos, fuimos a conciertos, hicimos el amor, a veces todo ello a la vez, nos despedimos porque ella se iba a estudiar a Madrid y yo –aún no lo sabía− iba a heredar lo suficiente y a obtener la decepción necesaria como para no querer ni tener que hacer nada.
         [...] y al final, es curioso cómo lo que más detestamos de nosotros mismos es lo que mejor nos define, y que evocamos aquello que fuimos sin darnos cuenta de que nunca hemos dejado de serlo, aquello que perdimos sin advertir que o nunca nos perteneció o siempre lo tuvimos al alcance de la mano.
         [...]
         No me quejo, por eso, de la mala suerte ni de las decisiones equivocadas. Lo que sí me atormenta es la inobservancia de mis propios principios, la confusión de estos últimos meses y la ceguedad –hipócrita y sincera a la vez− ante los indicios. Años de escepticismo no me han librado de ese amor que he rechazado –¿o tal vez lo he buscado?− siempre. Contra mi propio diseño de la obra, he acabado siendo autor y protagonista de un drama sentimental. Solo faltaba una música de fondo, un plano extenso del entorno pastoril, un perro en el jardín, ¡niños!, el cómodo albornoz, el fuego acogedor, llegué a pensar. La vida familiar, la satisfactoria insignificancia cotidiana. No habría engaños, no habría decepciones, no habría cartas amenazantes, los besos serían silencios confiados, no saliva envenenada.

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