viernes, 26 de septiembre de 2014

Diario de un seductor desconcertado, XI: Límites


Abril de 2014

No inicié mi relación con Ana con el objeto de resarcirme de mi... ¿puedo llamarla en rigor, a la luz de lo que ahora sé, última «víctima»? Tampoco me movía esta vez ningún interés económico. Ana no estaba casada ni tenía ninguna relación amorosa que pudiese quedar comprometida. Vivía con su madre y su hermano, me había dicho el primer día, y con una prima acogida de forma casi permanente. No eran ricos, desde luego. Y en cuanto a ella, era joven, jovencísima, tanto que si alguien corría algún riesgo, era únicamente yo mismo.
         Contra mi costumbre, empecé a verme con ella sin ninguna premeditación –era muy joven, como he dicho, muy guapa y algo misteriosa, tres cosas que invariablemente siempre he evitado porque es arriesgado llamar demasiado la atención en mi negocio− y sin ninguna expectativa. Una curiosidad indefinida. Ni material ni erótica. El capricho, como mucho, de confirmar que los acontecimientos iban a sucederse de la manera habitual, independientemente de las circunstancias. Pero de pronto me descubrí preocupado por la aparente autenticidad de las cosas que decía, mirando el reloj de manera compulsiva cada vez que se acercaba la hora de una cita. Me resultaba legítimo ese estado de impaciente emoción semejante al de un niño a punto de abrir sus regalos navideños.
         Sin demasiadas objeciones, conjeturé que no me costaría acostumbrarme: las confesiones se producirían con abierta espontaneidad, olvidaría la antigua necesidad de la propia suplantación y de fingir algún talento imaginario, no me serían ajenas la soñadora improvisación y la lúcida esperanza. Compañía, afinidad, consuelo. Puede que incluso el proyecto de una vida más simple, más corriente.
         Al fin llegó la hora de pasar de la suposición a la evidencia, pero no me detuve ni me quedé sin saber qué hacer. Entonces dejé que mi corazón bombease sin desconfianza la sangre que la pasión requiere. Renuncié a considerar los elementos de que está hecho el amor: la postergación de la realidad, la suspensión transitoria de la objetividad acerca del otro, el olvido de lo que uno mismo es, y de lo que ha hecho y de lo que es capaz de hacer. Concesiones insignificantes que resultaban recompensadas con creces por ese sentimiento extraordinario que yo ya estaba experimentando intensamente. El triunfo, tantas veces imaginado, de nombrar legítimamente lo que antes solo había sido una estrategia dirigida, un instrumento deliberado de una emoción ajena y despreciable.
         Escribo en pasado. Disciplinadas palabras que se someten resignadamente a los hechos y que se ponen al servicio del tiempo, que requiere sucesión y que, desde el punto de vista de la memoria, solo se alimenta de límites.

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