martes, 31 de enero de 2012

Y que los vientos borren sus pisadas

El viajero extraviado aún conserva los distintivos característicos del turista aunque, bien mirado, más tiene el aspecto de un turista vocacional, de esos que pasan por la vida sin enterarse de nada más que lo que informan las guías, que de alguien que ocasionalmente se ha perdido. Parece, pues, definitivamente perdido: los ojos empequeñecidos por el sol implacable del desierto (cuando más necesitaría ver algún signo de esperanza), los brazos sin fuerzas balanceándose inertes al ritmo de sus pasos vacilantes y sin rumbo, y ese cúmulo de objetos inútiles para un viaje que, en definitiva, no lleva a ninguna parte, y que entorpecen su marcha.
Hace días (cualquiera diría años, desde siempre) que sube y baja por las dunas, sin distinguir otra cosa en el horizonte que un paisaje eternamente repetido. Tal vez camina en círculos sobre la arena, como una metáfora de todas las cosas que ha hecho en su vida hasta el momento. Tal vez se dirige certeramente hacia su salvación. Pero eso no importa, porque él no lo sabe. Los víveres se le acabaron hace tiempo, y el agua, que llevaba casi una semana escaseando, se agotó ayer. Ninguna perspectiva de auxilio, ninguna fe. Ninguna voluntad, íntimamente.
De pronto, a punto de caer desfallecido, con el deseo de que todo acabe ya, cree distinguir algo en la distancia. Sí, sí que parece... Vamos, un poco más, solo unos pasos... ¡Serás nenaza! No me llores ahora. Haber llorado antes, idiota. Bueno, ¿qué? ¿Nos morimos ya o vas a hacer algo por ti? Sí, eso mismo, ahora no le puedes llorar a nadie, así que no te hagas la víctima. Mírate. No das pena, das asco.
No son propiamente estos ánimos lo que lo ayudan a llegar sino más bien la distracción que le procura su propio monólogo. Y así, llega sin darse cuenta hasta el agua. De una enorme roca que, por el aspecto completamente regular de sus contornos parece haber sido tallada por manos humanas, mana un chorro de agua, clara, limpísima.
Se detiene un momento ante el manantial. Había abandonado hasta tal punto la esperanza que ahora ya no le importa esperar un poco más. Al pie de la fuente hay una pequeña charca. Se asoma y contempla su reflejo en su perficie. Detesta la imagen y quisiera no haber encontrado el agua. Duda aún entre saciar su sed o continuar el camino sin girar la vista atrás, hasta que la muerte deseada le lleve como sueño, hasta alcanzar la inconsciencia y el olvido de sí mismo. Decide por fin. Entierra todo su equipaje en la arena, se desnuda y entierra también su ropa; y echa a andar. Al poco, su silueta se hace casi imperceptible entre las dunas. Un poco más y ya no lo vemos. No sabemos más de él. Que se haya perdido para siempre y que los vientos borren sus pisadas.
Desde una orilla de la charca, alguien tiende una mano. Es una mano pequeña, delicada, una mano de esas que soñamos acariciándonos el pelo o que queremos tener entre las nuestras. Hunde sus dedos en el agua y rescata otra mano, quemada por el sol, y tras la mano un cuerpo, y un rostro perplejo, y unos labios que, ahora sí, se acercan hasta el chorro del agua y sacian por fin su sed.

2 comentarios:

Sebastià Martori dijo...

Profund i misteriós... m'ha encantat.

Blancaneus dijo...

Tengo ganas de acurrucarme en su regazo; después de tocar fondo,tal es la paz que transmite.