viernes, 10 de octubre de 2014

Diario de un seductor desconcertado, XIV: Ana siempre dice no


Abril de 2014

Tres días. He tardado tres días en tomar la decisión y disponerlo todo. Me pregunto cuánto le habrá costado a ella descubrirlo. ¿Alguna indiscreción mía? ¿Hablé tal vez demasiado? Ya no importa, de todos modos. La verdad, no me gustó cómo desapareció esa mujer. Debí sospechar que planeaba una venganza. Pero Ana me hizo confiado, incluso ingenuo. Hasta la había olvidado por completo hasta que oí su voz de bruja enloquecida por teléfono.
[...]
         Cuando supe que Ana Red era mi propia hija, mía y de aquel primer amor del instituto, entendí que [...]. La vida sugiere y la muerte presta la ocasión. A veces el orden de los acontecimientos invierte los términos, y la vida parece completamente una premonición de la muerte, como si no hubiésemos existido más que para ese acto final. En algún momento, merecemos el escepticismo, cierto grado de indiferencia y una interrupción voluntaria de toda esta inercia. Las existencias cimentadas en las expectativas, la fe y la felicidad acaban de la misma forma pero disfrutan del beneficio de la inconsciencia.
         Cuántas veces, lo confieso, he pensado en el gemido de plenitud que envuelve el planeta en su incesante éxtasis amoroso. Es una reflexión que me conmueve, porque revela una piedad infinita concedida al género humano, y que me hace sentir como si hubiese sido expulsado nuevamente del paraíso.
         Pienso, para consolarme, que mis errores han sido fruto de frustraciones antiguas y me gusta escarbar en mi memoria hasta encontrar la primera inocencia, una ternura que me anime. La única escena ni siquiera incluye a una persona. Curiosamente, no pertenece al pasado. Abro uno de los cajones de mi escritorio y la extraigo. Me impresiona su peso. Está cargada. Abro el cargador y compruebo que está lleno. La acaricio. La seducción incluso para morir. Pero el amor también es un acto ególatra y mezquino.
         La necesidad de explicar una naturaleza atroz y ensimismada. La necesidad de terminar con un acto que sea también atroz y ensimismado.

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         [Estas son las últimas líneas del Diario del «seductor desconcertado» −consiéntaseme que siga sin revelar su nombre por razón de los estrechos lazos que me unieron a él−, que he reproducido con la mayor fidelidad posible, como ya anuncié, considerando las precarias condiciones de legibilidad en que se encuentra el original. Cuando conseguí transcribir todo lo que aparece aquí finalmente publicado, me detuvieron, sin embargo, algunos reparos, una comprensible prudencia que explican la demora de su publicación. Sí, se trataba indudablemente de un suicidio, y el caso quedó cerrado con celeridad. Pero no quedaban del todo claros los motivos, porque costaba dar crédito a lo que se decía en el Diario. Para quienes lo conocían bien, y tenían suficiente aval para su convicción los largos años de haberlo tratado, todo aquello no podía ser más que una fantasía suya, simple literatura que nadie se veía en condiciones de juzgar. En cambio, el hecho de que acabase con un designio auténtico de suicidio desconcertaba a todo el mundo.
         No se encontró material comprometedor por ninguna parte. Tampoco había copias de las cartas de extorsión, o sus eventuales respuestas, ni llamadas de mujeres casadas ni de ninguna mujer ni de casi nadie. Había fotos, sí, pero desde luego no constituían una prueba de seducción exactamente. Se trataba de imágenes de diversas mujeres captadas a distancia, instantáneas furtivas, torpemente manipuladas a veces para hacerlas encajar con la propia estampa del autor −producto de un no menos desmañado selfie−, y que se almacenaban en carpetas con nombres femeninos. Nada obsceno, desde luego. Las mujeres, todas de una edad similar, en torno a la última juventud, salían del supermercado, sostenían una taza de café frente a una amiga, paseaban un perro, o un niño, o dos.
         Muchos consideraron entonces si conocían de verdad al autor de Diario como ellos creían, y algunos lamentaron no haber advertido que su reserva y su melancolía, que se habían acentuado ciertamente en los últimos tiempos, no eran más que una clara muestra de su soledad y, en vista de lo que se acababa de descubrir, probablemente también de una marcada dificultad para relacionarse con el sexo femenino.
         No había lugar, pues, más que para un convencimiento: se trataba de un suicidio por pura orfandad amorosa y la historia narrada en el Diario era completamente falsa. No había matrimonios amenazados ni chantajes, no había hijas lascivas arrastradas por la fatalidad ni por un trastorno filio-parental. Así fue comunicado a sus familiares, que se sintieron profundamente aliviados al saber que no habían criado ni convivido con un monstruo sino que únicamente se trataba de un caso vulgar de un estado depresivo prolongado y extremo.

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         Esta mañana, después de una última visita a su casa para asegurarme de haberlo revisado todo y no dejar ninguna confesión para el olvido, su vecina –una mujer vieja, gorda y con la cabeza minúscula, como una bombilla, que me miraba, más o menos, detrás de unas gafas densas y grasientas− ha salido tras de mí tambaleándose. Agitaba una hoja sucia y arrugada delante de mi cara y me ha contado que vio cómo se le caía Justo antes de que entrara, ¿sabe?, Lo cogí y llamé a la puerta, y es cuando oí ese ruido, Que dicen que se voló los sesos, ¿verdad? Un papel cagao de los mosquitos, ¿ve? Sus motivos tendría, que cada cual lo pasa como se los puede, ¿y qué? Se murió como todos, porque estaba vivo, No sé si es importante, ya no leo, Palgo servirá, Gracias, señor, Con buena picha y buenos huevos bien se jode, Na, que con dinero to se puede. Se aprieta el escote con una mano, en las honduras confusas donde se ha guardado el billete de cincuenta euros que le he dado, y me invita a pasar a su casa. Quiere enseñarme, cuchichea, todas las cosas que la gente va perdiendo por la calle. Estoy de suerte.

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         Le digo que no se preocupe, quién iba a saber que se trataba de un loco, que la próxima vez saldrá mejor, que habrá aprendido la lección, y más le vale, y no irá escribiendo notitas por ahí para que cualquier chiflada las encuentre por la calle y tenga yo que resolverlo.
         Le acerco un paquete de pañuelos para que se seque el hilillo de sangre que le mancha el labio superior. Llora, pero no porque yo le haya pegado. A mí lo que me parece es que le gustaba el tipo, o que necesita un padre de verdad. ¿Quieres que sea yo tu papi? Pero ahora ella se echa a reír y dice No. Ana siempre dice no.]

2 comentarios:

Blancaneus dijo...

No sé si entiendo el final: ¿la notita que encontró la vecina horripilante la escribió Ana Red? ¿El narrador (que no el autor del diario) también conoce a Ana Red, y por lo tanto este personaje no es una ficción del autor del diario? ¿No fue suicidio?

Ramón Sanz dijo...

Creo que sé lo mismo que tú y solo puedo decir lo que yo entiendo:
- El narrador es un "yo" distinto al autor del diario, y por eso sus palabras aparecen siempre en cursiva. Su intervención final tiene lugar cuando el diario ya ha acabado y por tanto no es una invención del seductor. Conoce a Ana Red, ya que habla con ella al final
- La notita la escribió Ana Red, sí, porque no hay referencia a ninguna otra nota, y la encontró la "chiflada" de la vecina.
- Nada indica que no se trate de un suicidio: lo insinúa el suicida y lo corrobora el narrador. Pero parece que Ana Red y el narrador son cómplices. No sabemos exactamente a qué se dedican pero él le dice a ella que "la próxima vez saldrá mejor", lo que invita a pensar que se dedican a alguna clase de fraude.