Lunes, julio de 2011
No pretendo incurrir en un
complaciente narcisismo ni dar una idea equivocada de mis capacidades
sosteniendo de buenas a primeras que soy un seductor. El arte de la seducción
es una habilidad que encuentro fascinante, envidio y que no sabría decir en qué
consiste. Si, como mucho, y haciendo un uso muy amplio de los términos puedo
decir que resulto, cómo expresarlo de otro modo, guapo, que poseo un cierto
atractivo –no me atrevo a aventurar dónde está localizado– que llama la
atención de quienes se fijan en estas cosas, es una afirmación indemostrable y
que precisaría del examen contrastado de heterogéneas subjetividades, lo que
dejaría el asunto como al principio: mera cuestión de opiniones. Eludiré, por
tanto, la etiqueta. Pero que soy un individuo que seduce –sin la reflexiva y
cuidadosa constancia que caracteriza al verdadero seductor, eso sí–, no soy capaz
de ocultármelo a mí mismo.
Cada día, desde el momento en que salgo a la calle, desde el
mismo instante en que me asomo al rellano del piso en mi bloque de apartamentos,
desde que coincido incluso en el ascensor –yo prefiero llamarlo descensor, siempre hago la misma broma–
con alguna de mis vecinas, sea cual sea su edad y condición, la seducción es un
ejercicio al que me entrego con desenfadada espontaneidad, con enérgica dedicación.
Como un latido que sigue a otro latido, porque el corazón funciona sin pensar,
inevitablemente, y del mismo modo se desboca. El más ligero cruce de miradas,
la más imprevisible alineación fortuita en una acera con alguien que comparte
momentáneamente un mismo itinerario conmigo, cualquiera no pretendida
proximidad en la cola de espera de un supermercado, desencaja los grilletes de
ese instinto irreprimible. Me veo obligado entonces a seducir furiosa,
desmedidamente.
Lo que acabo de exponer debería invitar a desdeñar todas las
sospechas y especulaciones: no soy un depravado. Nunca he pretendido erigirme
en el centro de atención, ni siquiera resultar gracioso ni simpático ni agradable.
Más bien diría que precisamente todo lo contrario. Siempre he procurado parecer
algo tímido, incluso ligeramente antipático, dentro de los límites de la
corrección, en la justa medida para pasar desapercibido. Exactamente así: tener
una existencia del todo corriente, sin nada extraordinario que contar o
recordar al regresar a casa cada día. Haber cumplido con las obligaciones tributarias,
estar al corriente de las murmuraciones más recientes de la ciudad, de las
últimas disposiciones de la alcaldía sobre civismo y convivencia, de los espectáculos
de temporada en el Teatro Fortuna, y olvidarme por completo de practicar
cualquier tipo de seducción. O como mucho, seducir solo en contadas ocasiones,
los días de Fiesta Mayor, por San Guijarro y Santa Clemencia, por ejemplo,
intensa, desesperadamente si se quiere, pero solo esos días. O tal vez seducir continua,
regularmente, pero sin llegar a nada, como se entrena un jugador de banquillo,
sin esperanza, sin convencimiento. ¿Y si estuviera en mi mano seducir como
quien se sienta ante el fuego de la chimenea, como quien vuelve de un trabajo
maquinal y anodino hacia su casa, sin más recuerdo del día que un ligero
entumecimiento en los hombros, después de horas y horas frente a la pantalla de
un ordenador? ¿O como esos encantadores ancianitos que acuden a un banco
concreto del parque cada día con su bolsa de semillas y pan seco, alimentan un
rato a las palomas con una especie de renovado y ridículo impulso maternal y
luego regresan despacito a su pisito amarillento y huérfano de descendencia?
3 comentarios:
Sí, mirar los toros desde la barrera y, de vez en cuando, salir a torear. Lo malo es cuando te encuentras con un toro bravo, no ?
Parece que tenga usted el don de la clarividencia, señor/a Anónimo, puesto que el señor Sanz, que me ha hablado repetidamente de este Diario (del que ya le anuncio que habrá sucesivas entregas), me advirtió que las cosas no son como parecen o como podría concluirse a partir de esta primera publicación.
Si bien no tiene previsto hablar de toros; por lo poco que yo sé sí que podría establecerse una ligera analogía con lo que usted comenta, o a mí me lo parece. Lo que no le puedo decir, porque eso lo ignoro, es quién sale peor parado, si el toro o el torero.
Atentamente,
Andrei
Interesante esta prometida entrega de capítulos del Diario de un Seductor. Un divertimento estival de lujo –por bien escrito y apropiado– que promete m´s de lo que cuenta grácias a los comentarios de Antonio (o Anónimo) y Andrei.
Espero ansioso las nuevas plublicaciones
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