Martes, mayo de 2012
Aunque coincido con Novalis
cuando afirma que «no existe ninguna diferencia real entre teoría y praxis», al
menos cuando la teoría está bien formulada, o cuando la realidad es lo suficiente
considerada como para no contradecir a la teoría, no ignoro que nuestra época abomina
del pensamiento especulativo, y defiende que si bien no se puede prescindir de
la especulación al menos sí del pensamiento abstracto: aquí y ahora, el huevo
es huevo, y si obedece al impulso de partirse y de batirse y de abalanzarse
sobre una sartén con aceite hirviendo, no se lo puede acusar de acabar hecho
tortilla ya que el huevo aceptó únicamente sus deseos inmediatos, no las consecuencias
derivadas de ellos, mera cuestión de estadística, por otra parte. La
actualidad, por tanto, requiere más de ejemplos que de teorías. De hecho, la
realidad globalizada ofrece tal multitud de ejemplos que ya nunca queda tiempo
de elaborar teorías, salvo que se prescinda de la realidad. Curiosamente, la
experiencia total lleva a una teoría de la nada. La humanidad entonces puede
actuar como la divinidad omnisciente, que no necesita hipótesis porque conoce
todas las certezas. Solo que la humanidad está hecha de individuos
sensiblemente más limitados, cuya suma, que llamamos «humanidad», no deja de
ser una abstracción teórica.
Pero ya he dicho que no soy un filósofo. Además, admito que
si bien los discursos teóricos pueden ser más precisos, más directos, los
ejemplos atenúan su aridez y dan la oportunidad al receptor de situarse en el
lugar de la experiencia, de imaginar como suyo lo que siempre será ajeno y de
tolerar sin mayores preocupaciones el material especulativo del no siempre
bienintencionado pensador. Recurrir a los ejemplos, por otro lado, o a cualquiera
de sus formas afines, como la parábola o la fábula, no es más que una común y venial
debilidad por la narración que nos sitúa a todos alternativamente como
narradores o espectadores varias veces al día.
En cuanto a mis
ejemplos, puedo ofrecerlos con generosidad, como para dar muestra de que no soy
un idealista ni un técnico de laboratorio y que en mi caso experimento y
experimentador son una misma cosa. Sométase a examen, para no andarnos más por
las ramas, una aventurilla que aún me tiene el alma, el cuerpo y la cartera en
vilo. Hace un par de días envié –bien podría decir que disparé– un correo
electrónico. La ocasión era propicia: ya tenía lo suficiente para poner un
precio. Un correo a mi última amante sugiriéndole una cierta cantidad. Nada. Una
insignificancia, en realidad, teniendo en cuenta lo que podría llegar a exigir.
Desde luego, soy consciente de que una amante, por mucho que sea una mujer
casada, medianamente acomodada, con un buen sueldo y sin cargas hipotecarias,
es un organismo dedicado al hogar, y en este caso también dispuesto a dedicar
cierta parte de su presupuesto al placer extraconyugal, y me refiero al placer
en abstracto, sin insinuaciones específicas ni limitaciones de ningún tipo,
pero no una institución dedicada al mantenimiento de una diversión en concreto
y, desde el envío de un correo así, completamente extinguido. La sustitución
del erotismo por la economía, incluso en las clases medias, enfría otros
estímulos de naturaleza siquiera remotamente más afectiva en favor de
preocupaciones más inmediatas, en una especie de proceso alquímico a la
inversa. El estilo del correo tiene, por tanto, que contemplar esta
particularidad.
De nuevo, obligado por los acontecimientos, me veo presionado
a seducir, y esta vez privado de las ventajas que ofrecen la comunicación oral,
la comunicación no verbal y las sutilezas del contacto visual y manual. Además,
y desafortunadamente, un correo de esta naturaleza presenta muchas
posibilidades potenciales, tanto de redacción como –y no forzosamente como
consecuencia de su forma– de resultado. Seducir, considérese, consiste también
en advertir, clasificar y actuar en función de estas circunstancias. Por
supuesto, me incomoda profundamente la actitud de quienes en escenarios
similares recomiendan actuar con un cierto distanciamiento, esa metáfora
espacial que a mí se me figura como la escena ridícula de una conversación a
gritos en medio de un desierto, de duna a duna. La comparación con un
intercambio de correos electrónicos también me parece impertinente. No
contempla la expresión de la afectividad, y cuando se trata del ámbito
sentimental, el «distanciamiento» es una imagen del todo inoperante, y más bien
encubre y distorsiona la esencia de esta cuestión, una de cuyas
particularidades más significativas es el estado emocional en que puedo prever
que se encontrará mi amante cuando abra su correo y deslice su incrédula mirada
por las afectuosas, calculadas, implacables líneas que le envío con un estilo maravillosamente
cautivador, de lo mejor del gremio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario