sábado, 20 de julio de 2013

Diario de un seductor desconcertado, III



Martes, mayo de 2012

Aunque coincido con Novalis cuando afirma que «no existe ninguna diferencia real entre teoría y praxis», al menos cuando la teoría está bien formulada, o cuando la realidad es lo suficiente considerada como para no contradecir a la teoría, no ignoro que nuestra época abomina del pensamiento especulativo, y defiende que si bien no se puede prescindir de la especulación al menos sí del pensamiento abstracto: aquí y ahora, el huevo es huevo, y si obedece al impulso de partirse y de batirse y de abalanzarse sobre una sartén con aceite hirviendo, no se lo puede acusar de acabar hecho tortilla ya que el huevo aceptó únicamente sus deseos inmediatos, no las consecuencias derivadas de ellos, mera cuestión de estadística, por otra parte. La actualidad, por tanto, requiere más de ejemplos que de teorías. De hecho, la realidad globalizada ofrece tal multitud de ejemplos que ya nunca queda tiempo de elaborar teorías, salvo que se prescinda de la realidad. Curiosamente, la experiencia total lleva a una teoría de la nada. La humanidad entonces puede actuar como la divinidad omnisciente, que no necesita hipótesis porque conoce todas las certezas. Solo que la humanidad está hecha de individuos sensiblemente más limitados, cuya suma, que llamamos «humanidad», no deja de ser una abstracción teórica.

         Pero ya he dicho que no soy un filósofo. Además, admito que si bien los discursos teóricos pueden ser más precisos, más directos, los ejemplos atenúan su aridez y dan la oportunidad al receptor de situarse en el lugar de la experiencia, de imaginar como suyo lo que siempre será ajeno y de tolerar sin mayores preocupaciones el material especulativo del no siempre bienintencionado pensador. Recurrir a los ejemplos, por otro lado, o a cualquiera de sus formas afines, como la parábola o la fábula, no es más que una común y venial debilidad por la narración que nos sitúa a todos alternativamente como narradores o espectadores varias veces al día.

         En cuanto a mis ejemplos, puedo ofrecerlos con generosidad, como para dar muestra de que no soy un idealista ni un técnico de laboratorio y que en mi caso experimento y experimentador son una misma cosa. Sométase a examen, para no andarnos más por las ramas, una aventurilla que aún me tiene el alma, el cuerpo y la cartera en vilo. Hace un par de días envié –bien podría decir que disparé– un correo electrónico. La ocasión era propicia: ya tenía lo suficiente para poner un precio. Un correo a mi última amante sugiriéndole una cierta cantidad. Nada. Una insignificancia, en realidad, teniendo en cuenta lo que podría llegar a exigir. Desde luego, soy consciente de que una amante, por mucho que sea una mujer casada, medianamente acomodada, con un buen sueldo y sin cargas hipotecarias, es un organismo dedicado al hogar, y en este caso también dispuesto a dedicar cierta parte de su presupuesto al placer extraconyugal, y me refiero al placer en abstracto, sin insinuaciones específicas ni limitaciones de ningún tipo, pero no una institución dedicada al mantenimiento de una diversión en concreto y, desde el envío de un correo así, completamente extinguido. La sustitución del erotismo por la economía, incluso en las clases medias, enfría otros estímulos de naturaleza siquiera remotamente más afectiva en favor de preocupaciones más inmediatas, en una especie de proceso alquímico a la inversa. El estilo del correo tiene, por tanto, que contemplar esta particularidad.

         De nuevo, obligado por los acontecimientos, me veo presionado a seducir, y esta vez privado de las ventajas que ofrecen la comunicación oral, la comunicación no verbal y las sutilezas del contacto visual y manual. Además, y desafortunadamente, un correo de esta naturaleza presenta muchas posibilidades potenciales, tanto de redacción como –y no forzosamente como consecuencia de su forma– de resultado. Seducir, considérese, consiste también en advertir, clasificar y actuar en función de estas circunstancias. Por supuesto, me incomoda profundamente la actitud de quienes en escenarios similares recomiendan actuar con un cierto distanciamiento, esa metáfora espacial que a mí se me figura como la escena ridícula de una conversación a gritos en medio de un desierto, de duna a duna. La comparación con un intercambio de correos electrónicos también me parece impertinente. No contempla la expresión de la afectividad, y cuando se trata del ámbito sentimental, el «distanciamiento» es una imagen del todo inoperante, y más bien encubre y distorsiona la esencia de esta cuestión, una de cuyas particularidades más significativas es el estado emocional en que puedo prever que se encontrará mi amante cuando abra su correo y deslice su incrédula mirada por las afectuosas, calculadas, implacables líneas que le envío con un estilo maravillosamente cautivador, de lo mejor del gremio.

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