Retomo por fin, después del
largo verano mediterráneo, más propicio a la voluptuosidad de la imaginación
que a la decisión del esfuerzo este Diario
de un seductor desconcertado del que, por el tiempo mediado desde su
primera entrega, incluyo aquí los enlaces previos a esta entrada, a fin de que
el desconcierto siga siendo la patria de este disoluto seductor y no se pueble
de sus virtuosos lectores:
Diario de un seductor
desconcertado, IV
Junio de 2012
Trato de lograr efectos
inmediatos pero no traumáticos y consecuentemente, una vez más, me resulta
forzoso considerar las alternativas, descartar algunas expresiones, aligerar la
sintaxis, recurrir a la facilidad –a la fealdad incluso– de las comparaciones,
de las reiteraciones, de los paralelismos o de la paráfrasis en perjuicio de la
metáfora, de la ironía, de la hipálage, de la originalidad, en suma. En una
palabra: seducir. Eso es, seducir, y seducir de la manera más simple que me sea
posible. Simple en un sentido renacentista: con humildad. Entregarme, sin
indicio de vacilación, a la previsible psicología del otro. Ser consciente,
sobre todo, de su desilusión, del berrinche mayúsculo que ciertas insinuaciones
pueden desencadenar en el ánimo de la sensible y apasionada destinataria del
correo.
Mi estrategia se asienta sobre la hipótesis de que ese
correo cuidadosamente elaborado, bellísimo en su estilo ni vulgar ni ampuloso, repleto
de referencias y descripciones evocadoras de nuestro idilio reciente,
despertará sentimientos contradictorios, aunque enlazados en su conjunto por el
leitmotiv de una transacción
mercantil. Regalos de cumpleaños, cenas románticas, incluyendo la propina para fortuitos
mariachis o algún violinista melancólico y para aquel indiscreto y empalagoso
camarero que no dejaba de manifestar su satisfacción por que las familias
mantuvieran vínculos tan estrechos y salieran a cenar (estaba empeñado en que
éramos hermanos, acogiéndose al argumento de nuestro parecido físico, para él
extraordinario, hasta que no tuve más remedio que arrancar a mi compañera un
profundo gemido, con la mano manifiestamente interpuesta entre sus muslos,
debajo de su falda), alguna noche de hotel fugacísima, hurtada a la credulidad
del marido, que está acostumbrado a periódicas ausencias por motivos
profesionales, inscripciones en múltiples y cursillos o talleres de pintura
artística, de cocina, de punto de cruz, de encuadernación para justificar otras
ausencias, y la contratación de estudiantes y amas de casa para exponer los
resultados prácticos de esas lecciones imaginarias tomadas en rebeldía. No
ignoro que toda enumeración es arbitraria, que como mucho solo puede amontonar
la muchedumbre de elementos –una subdivisión que es consecuencia siempre de la
doctrina o la superstición− de un conjunto determinado también a partir de
ciertas inclinaciones subjetivas. Pero tampoco me es desconocido el poderoso efecto
de persuasión que provocan los inventarios minuciosos en el lector. «La
enumeración –se lee en las Fuori del
vuoto de Vincenzo Sciarrino− reivindica la perplejidad del primer hombre
que balbucea su primera teoría de conjuntos ante el mundo innominado». Anticipándose
casi cuatro siglos al matemático calabrés, Cervantes, en el Prólogo al Quijote había usado la enumeración para
mostrar su poder de despertar la imaginación creadora del escritor:
El
sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los
cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu son grande parte
para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al
mundo que le colmen de maravilla y de contento.
Tropiezo de forma no deliberada, me precipito sin calcular
las consecuencias y golpeo con toda la fuerza irresponsable y desmedida de mi
ignorancia contra dos problemas que siglos de filosofía y del arte adivinatoria
de la psicología no han sido aún capaces de resolver, el de si las palabras pueden
transmitir realmente toda la complejidad del alma humana y de sus intenciones y
el de si existe o no un método para evaluar el grado de las enemistades
venideras al comprender esas palabras.
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