19 de marzo de 2013
No soy, lo admito sin
reservas, más que un aficionado sin aspiraciones y con la única instrucción de
un taller literario al que solo llegué a asistir un curso y medio y del que
únicamente recuerdo unas palabras de Vicente Huidobro, «el adjetivo cuando no
da vida mata», que repetía incesantemente el hombrecillo tembloroso que daba esas
clases con una vocecilla que apenas le salía de su desmejorado traje gris,
dictamen al que nunca me he sometido nunca por completo porque no le tengo
miedo a la muerte y porque pienso que entre la vida y la muerte hay una
infinidad de grados medianamente aceptables. En cualquier caso, me acojo a otra
sentencia, esta vez de Naguib Mahfuz, «imposible
es el adjetivo de los imbéciles», que yo modifico en mi propio interés como
«excesivo es el adjetivo de los mediocres», para hacer lo que me da la gana. Lo
mismo hace la vida, al fin y al cabo, con cada uno de nosotros.
Cuando admitía abiertamente el riesgo de que mi impericia
literaria pudiere sugerir un relato mucho más complejo, más sofisticado incluso
de lo que es en realidad, descuidé tal vez matizar que eso no implica tampoco
una absoluta banalidad. Sé que vuelvo a las andadas pero tengo que reiterar que
nunca me ha divertido la simulación de enigmas ni la incursión en los
argumentos de género criminal. Si me he detenido en el relato de esta mujer, es
solo porque mis relaciones con ella han resultado al mismo tiempo
paradigmáticas y desconcertantes. O excitantes y enojosas. ¿Serviría de algo
conjurar todas estas contradicciones con un solo adjetivo? Cada cual, a estas
alturas, habrá encontrado el que le parezca más oportuno. No soy quién para
discutírselo. Pero si alguien ha vislumbrado con detalle un desenlace a este
episodio, me temo que sobre este asunto sí tengo algunas cosas que decir.
La mujer de la que he estado escribiendo no es,
definitivamente, la esposa de influyente cargo del partido ni la presentadora
de un conocido programa de televisión ni siquiera una inspirada asesina en
serie. La verdad es que ni vale la pena que trate de explicar quién es
realmente. Para hacerlo, tendría inevitablemente que interesarme por los
sentimientos, concentrarme en las alteraciones de mi pulso, satisfacer, en
resumen, una curiosidad por mi propio pasado que ahora mismo no me apremia. Sin
embargo, por un tiempo sí me causó cierta inquietud –diría incluso que me
obsesionó− el escueto comentario que acompañaba a la satisfacción de mi soborno
–lo llamaré así para no perder más tiempo en matizaciones. La nota, en trazos
firmes pero amplios y leves, como escrita sin ninguna antipatía, sin ningún
rencor pasional –qué raro, después de todo− no decía más que esto:
No
lo gastes. El futuro es ese tiempo en que algunas de nuestras desdichas habrán
sido conjuradas por la experiencia, pero en que los deseos no dejarán de
engendrar otras nuevas.
Tener la última palabra había sido siempre una de sus
vanidades. Yo, al fin y al cabo, ya había conseguido lo que pretendía. Pero me
fastidiaba, no lo niego. Así que quise hablar con ella una vez más. Como seguía
sin contestar a mis llamadas –de hecho, su móvil estaba permanentemente
desconectado y el teléfono de casa parecía no existir−, decidí ir a verla. No
corría ningún riesgo. Ella me había presentado ante su marido como un antiguo
compañero de la Facultad, perdido, reencontrado, y había puesto como excusa a
algunas de sus ausencias las reuniones y cenas de ex-alumnos propiciadas por la
casualidad de ese reencuentro.
Las dos primeras veces no tuve suerte. Nadie abrió, y aunque
pensé que tal vez la casa estaba realmente vacía, me quedaba la duda irritante,
indecorosa, de si no se trataría de una simple maniobra evasiva. Me equivocaba
en la forma pero no el fondo, como me aclaró la cotorra de la vecina (toda
mujer hermosa tiene invariablemente una vecina así, como todo héroe épico un
cronista). La había visto dando órdenes al chico de la camioneta, se dejaron los
muebles, ¿sabe?, solo cajas y maletas, una mañana, si hubiera visto cómo lo
hizo sudar, arriba y abajo, y en un ratito todo estuvo listo, y es que no
paraba y si la hubiera visto, porque eso una mujer lo sabe y más yo que he
parido cinco criaturas, en ese estado que se le notaba, créame, aunque
intentaba disimularlo con un vestido largo, pero no era la misma, no, que no
hace falta haber parido cinco criaturas, ¡cinco!, para darse cuenta, que
cualquiera se daba cuenta, ¡si la hubiera visto!, y usted ¿de qué la conocía?
porque me suena usted, y no solo de haberlo visto llamar a la puerta estos
días, ¿amigo, dice?, yo lo sabría, ¿no será uno de esos? mire que si no deja de
preguntarme voy a llamar a la policía y...
... Y no quise saber más. Por lo que a mí respecta, asunto
resuelto. No quiero ni preguntarme si soy padre. No me incumbe. No siento
ninguna curiosidad. Tampoco me importa saber qué ha sido a ella, a dónde ha
ido, qué mentiras ha inventado. Ahora mismo, releo la nota que me dejó y
cualquier atisbo de zozobra se disipa antes de merecer un lugar en la
consciencia. Pura palabrería. Rencor articulado en palabras ambiguas y borrosas
como una huella antigua en el polvo, robadas seguramente de alguna ridícula página
web con “frases para todas las ocasiones”. No me preocupa, repito. He dado vueltas
y más vueltas sobre una cuestión que tal vez no tiene la más mínima
trascendencia. Es el problema de este género, el diario, que hace imposible
contemplar el tiempo en su totalidad y que conduce a escribir como si
estuviésemos ya en la eternidad. Por eso no puedo ser más que involuntariamente
ingenuo, atolondrado, indeciso, artificioso −¿no es exactamente así el
presente?− y francamente abrupto: ahora solo quiero, Ana, oh esperada por la ansiedad, que suene el presuroso timbre de la puerta
y entres.
2 comentarios:
Que bonic! Que bonic i que ben escrit, Ramon!
Gràcies, Mingo. No s'acaba aquí, però, i encara no sé si el final serà massa feliç.
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