domingo, 29 de septiembre de 2013

Roberto Juarroz: la difícil sencillez

Sé que este largo periodo de inactividad, o mejor sería decir de actividad improductiva, ya no puede encontrar justificación en el verano, que ha ya ha llegado a su fin. Sé que he dejado a medias cosas que requieren mi atención inmediata, especialmente esa historia del seductor desconcertado, a quien he dejado escribiendo una carta de dudosa moralidad. Sin embargo, tengo que dejarlo así por el momento, porque la cercanía de los hechos narrados con los vividos es aún demasiado cercana.

Por ahora, solo soy capaz de reproducir alguna de las muchas cartas que Andrei Distrievich me sigue enviado desde Buenos Aires, cartas exclusivamente centradas en temas argentinos, como si sus dos patrias, la polaca y la española, se hubiesen borrado de sus costumbres, como sacamos definitivamente de nuestro armario una prenda de ropa que se nos ha quedado incómoda y vieja y pasada de moda.

Hoy publico aquí uno de esos escritos de Andrei, dedicado a Roberto Juarroz:

Roberto Juarroz: la difícil sencillez




Con demasiada frecuencia leo aún en muchas páginas, sobre todo de España, que Roberto Juarroz es mexicano. No sé si sólo es porque el apellido les suena a mexicano más que a argentino (y no sabría adivinar entonces bajo qué criterio) o porque, quién sabe, no entienden nada de lo que Juarroz dice y no entienden nada de lo que es América.

Roberto Juarroz, de todas formas, no es un poeta que se lea mucho. Es un poeta muy reconocido, sí, y bien reconocible, pero no puede decirse que sea popular. Su dificultad es otra que la de Borges (que vivió un tiempo en Adrogué, como Juarroz de joven), por ejemplo. No es enciclopédica. Resulta, sí, tan o más paradójica que la del propio Borges, pero a Borges lo podés entender con una buena biblioteca y a Juarroz tenés que leerlo y pensarlo vos mismo porque su poesía se explica en sí misma.

No quiero decir tampoco que sea una poesía ensimismada. Es tal vez más autorreferencial que la de otros autores, pero no es un mundo autónomo y cerrado, aunque el mismo Roberto Juarroz parezca sugerirlo muchas veces:

“El poeta no tiene otra alternativa que inventar o crear otros mundos. La poesía crea realidad, no ficción. Afirmo que la poesía es realidad, y para mí es la mayor realidad posible porque es la que cobra conciencia real de la infinitud.” (Roberto Juarroz)

Esta tendencia del poeta a lo universal, más que a lo personal, hace que su obra, reunida casi en su totalidad bajo un mismo título, Poesía vertical, en sucesivas ampliaciones, presente también dificultades a la hora de relacionarla de manera concreta con su biografía. No en vano, Roberto Juarroz ha trazado con frecuencia una clara línea entre lo escrito y lo vivido:

“La vida me importa enormemente para vivirla, pero no tanto para recordarla y menos todavía para describirla. Todo es seguramente más complejo que esto, pero no puedo evitar cierta alergia ante mi propia biografía.” («Carta a a W.S. Merwin», traductor de su obra al inglés, de 26 de agosto de 1986, incluida como epílogo a Décimocuarta Poesía Vertical.)

A pesar de todo, la experiencia personal, la que llega de la costumbre intelectual, como la poesía “metapoética” y la que llega de la tentativa externa, como en su poesía amorosa –pero hay que avisar que el objeto amoroso no es siempre precisamente una persona sino el mismo poema también– está muy presente en la poesía de Juarroz aunque, eso sí, enmascarada, trascendida y con voluntad universalizadora, reducida a lo esencial y a una difícil sencillez (no a la sonsa simplicidad) que se condensa en poemas breves con tendencia al aforismo. Veamos un par de ejemplos para terminar:

¿Cómo amar lo imperfecto,
si escuchamos a través de las cosas
cómo nos llama lo perfecto?

¿Cómo alcanzar a seguir
en la caída o el fracaso de las cosas
la huella de lo que no cae ni fracasa?

Quizá debamos aprender que lo imperfecto
es otra forma de la perfección:
la forma que la perfección asume
para poder ser amada.
(Roberto Juarroz, Poesía Vertical VI – 7)


No nos mata un momento,
sino la falta de un momento.
No nos mata una sombra,
sino la ausencia aleatoria de una sombra,
perdida probablemente en un declive
de esta insensata eternidad despareja.

No nos mata la falta de la vida,
sino el azar de un claroscuro
que se proyecta sobre una pantalla invisible.

No nos mata morir:
nos mata haber nacido.
(Roberto Juarroz, Poesía Vertical VII – 106)

Andrei Distrievich

viernes, 13 de septiembre de 2013

Paraguas de Buenos Aires


Vuelvo, después del interregno veraniego, a estas páginas de las que se ha ocupado –muy livianamente, es cierto– mi querido colega Andrei. Pero soy injusto con él. Le he hecho esforzarse poniendo en limpio y ordenando la multitud de borradores que mi naturaleza inconstante suele dejar en simples proyectos, y ahora que lo más arduo está terminado –imaginar siempre es más satisfactorio que trabajar– y que solo me resta apropiarme del esfuerzo con una simple firma, me atrevo a echarle en cara no haber publicado bastante. Lo cierto es que no ha dejado de escribir y que incluso en estos momentos que disfruta de sus propias vacaciones en la América austral, me envía puntualmente sus trabajos.
Andrei se marchó a Buenos Aires hace unos días, coincidiendo con la desafortunada expedición de la candidatura olímpica madrileña. Allí, complacido en despertar mi envidia, tiene intención de quedarse una buena temporada, y al parecer su voluntad de integración en el ambiente porteño ya da sus primeros frutos, como puede leerse en su última carta, que reproduzco a continuación. Según me cuenta, el día anterior a la votación de la que resultó vencedora la ciudad de Tokio llovía intensamente, mal presagio. Del resto, de los oscuros reproches e insinuaciones que contiene el escrito, poco puedo decir. A lo mejor la imaginación del lector alcanza más que la mía:

Llovió y llovió y llovió. Y nos vinieron luego con macanas, como si fuéramos nenes aún de mamaderas. A poco nos basurean. Pero ¿de hacer? Nada. Ni se les volaron las chapas. La de siempre. Pero no digo más.

Ya lo puse un poema de Gelman hace días, pero me viene otro, que habla de la lluvia:

Lluvia

hoy llueve mucho, mucho,
y pareciera que están lavando el mundo.
mi vecino de al lado mira la lluvia
y piensa escribir una carta de amor/
una carta a la mujer que vive con él
y le cocina y le lava la ropa y hace el amor con él
y se parece a su sombra/
mi vecino nunca le dice palabras de amor a la mujer/
entra a la casa por la ventana y no por la puerta/
por una puerta se entra a muchos sitios/
al trabajo, al cuartel, a la cárcel,
a todos los edificios del mundo/
pero no al mundo/
ni a una mujer/ni al alma/
es decir/a ese cajón o nave o lluvia que llamamos así/
como hoy/que llueve mucho/
y me cuesta escribir la palabra amor/
porque el amor es una cosa y la palabra amor es otra cosa/
y sólo el alma sabe dónde las dos se encuentran/
y cuándo/y cómo/
pero el alma qué puede explicar/
por eso mi vecino tiene tormentas en la boca/
palabras que naufragan/
palabras que no saben que hay sol porque nacen y mueren la misma noche en que amó/
y dejan cartas en el pensamiento que él nunca escribirá/
como el silencio que hay entre dos rosas/
o como yo/que escribo palabras para volver
a mi vecino que mira la lluvia/
a la lluvia/
a mi corazón desterrado/

La que llovió no fue esta lluvia que nos cae a todos bien adentro alguna vez. Esta vez llovió por dentro y por fuera, como en el tango de Horacio Ferrer, bien llamado “poeta del tango”. Si no, miren y oigan este tango, que ya todos conocen, «Los paraguas de Buenos Aires», con música de Astor Piazzolla y la interpretación del Dúo "Tierra y Semilla":



Y aquí la letra, del mismo Horacio Ferrer:

Está lloviendo en Buenos Aires, llueve,
y en los que vuelven a sus casas, pienso,
y en la función de los teatritos pobres
y en los fruteros que a las rubias besan.

Pensando en quienes ni paraguas tienen,
siento que el mío para arriba tira.
"No ha sido el viento, si no hay viento", digo,
cuando de pronto mi paraguas vuela.

Y cruza lluvias de hace mucho tiempo:
la que al final mojó tu cara triste,
la que alegró el primer abrazo nuestro,
la que llovió sin conocernos, antes.

Y desandamos tantas lluvias, tantas,
que el agua está recién nacida, ¡vamos!,
que está lloviendo para arriba, llueve,
y con los dos nuestro paraguas sube.

A tanta altura va, querida mía,
camino de un desaforado cielo
donde la lluvia en sus orillas tiene
y está el principio de los días claros.

Tan alta, el agua nos disuelve juntos
y nos convierte en uno solo, uno,
y solo uno para siempre, siempre,
en uno solo, solo, solo pienso.

Pienso en quien vuelve hacia su casa
y en la alegría del frutero
y, en fin, lloviendo en Buenos Aires sigue,
yo no he traído ni paraguas, llueve.

Andrei Distrievich